Una dudosa derrota
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Tribuna Abierta
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Lo woke ha conseguido imponer sus convicciones, descalificando como intrusión religiosa en el presuntamente neutral ámbito público nada menos que defender la vida de un ser humano

Debo reconocer que solo me he paseado tres semanas por Estados Unidos, invitado —en mi etapa parlamentaria— a visitar en Washington las instituciones políticas norteamericanas y a repasar, de costa a costa, las principales universidades. Demasiado poco para poder entender que las recientes elecciones presidenciales, en el país que se considera el líder de toda una civilización, hayan girado en torno a dos candidatos, que planteaban lo que un italiano calificaría como un dilema «cornuto»; dadas las previsibles consecuencias de la victoria de uno u otro.

El balance propuesto por algunos de los que han seguido de cerca la campaña me reconcilió en principio con el resultado: «Lo woke espanta más que atrae: cómo los demócratas perdieron la cabeza con lo políticamente correcto». Entenderlo como síntoma de una derrota de la monserga woke aparecía como una bocanada de racionalidad partiendo de tan penoso panorama. Que, de ser cierto, se haya mandado a paseo a un lobby empeñado en neutralizar —en aras de una presunta neutralidad— las convicciones más arraigadas, para imponer más cómodamente sus dogmas, parece algo digno de celebración.

El despotismo, presumidamente ilustrado, de quienes consideran adormilados, cuando no en mera en vida vegetativa, a los que no suscriban sus minoritarios dogmas, bombardeados a golpe de talonario a través de los medios e infiltrados en instituciones presuntamente neutras, habría llegado al hartazgo a un electorado deseoso de no verse obligado a pensar de modo monocorde bajo presión. Basta como lamentable ejemplo de ello que, en el entorno de algo tan obligadamente neutral de Naciones Unidas se convierte el a borto en exigencia de cualquier política de ayuda al desarrollo, como moderna versión de colonialismo.

Datos, sin embargo, colaterales ponen en cuestión tan idílico diagnóstico. En varios de los estados decisivos a la hora de establecer un resultado netamente favorable al nada piadoso candidato Trump, planteaban a la vez consultas populares con resultado favorable a la legislativa ampliación del aborto; problema al que el vencedor se habría opuesto a la hora de presentar candidatos a las magistraturas del Tribunal Supremo, pero que tuvo buen cuidado de archivar durante su campaña.

En mi escapada norteamericana, de hace ya más de dos decenios, me llamó la atención el predominio —por entonces, sorprendente en las actividades relativas a lo filosóficojurídico— de todo el menú lgtbi, cuando aún no se había popularizado el término woke, tan prestigiado hoy entre los enamorados de lo políticamente correcto.

Soy consciente de que piso terreno arriesgado porque —como ocurrió por allá hace algunos siglos con la esclavitud, antes de generar una contienda civil— el aborto se ha trivializado hasta convertirse hoy en un elemento más del paisaje y convertir al que lo ponga cuestión, no ya en un ser adormilado al que sea caritativamente urgente despertar, sino a una víctima de una irracionalidad solo explicable como consecuencia de lamentables arrebatos religiosos,

Lo woke ha conseguido imponer sus convicciones, descalificando como intrusión religiosa en el presuntamente neutral ámbito público nada menos que defender la vida de un ser humano; por no haber mostrado prisa por emerger o por haber dado ya bastante la lata. Por lo visto, Caín mató a Abel para liberar el escenario público de contraproducentes excesos religiosos y no simplemente por su tendencia a comportarse como un animal y a ajustar cuentas con quien estorbara las exigencias de su caprichoso protagonismo individualista.

Como en los tiempos de esclavitud, la defensa de la vida se ha convertido hoy en la más racional vía de progreso; lujo al que solo pueden aspirar los que estén dispuestos a asumir las consecuencias de aparentar lo contrario. Es sin duda toda una contienda cultural lo que está en juego. Me parece obligado subrayar lo de cultural. Aun a riesgo de abandono por parte de más de uno de los que no hayan ya interrumpido la lectura, me atrevería a sugerir que no es el método más eficaz para colaborar al avance de una cultura de la vida el escenificar su defensa con públicas manifestaciones religiosas, que —dado como anda el patio— difícilmente llevarán a convencer, milagros aparte, a sus promotores de que se están comportando como animales, instalados en una cultura que convierte el capricho en derecho y el no complicar la vida al prójimo en sagrado imperativo categórico.

Con muy buena voluntad sin duda, organizar tandas de rosario en esquinas logísticamente oportunas contribuye más bien a convertir el aborto en un desafuero religioso, que merece el rechazo de unos creyentes que no encuentran, al parecer, otro argumento menos confesional para invitar a los que lo promueven a cambiar de actitud. Andrés Ollero. Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

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