Un político que no esconde ser católico
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Tribuna Abierta
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En mis años de parlamentario he admirado en más de una ocasión la firmeza y claridad con que, desde la bancada de enfrente, más de uno defendía la suyas, sin complejos ni remilgos

 

«Si la Iglesia hace una huelga asistencial y educativa, el Estado quiebra». Quienes han tenido ocasión de pasar días, e incluso meses, en Roma atesoran recuerdos difíciles de olvidar: paseos por Piazza Navona y escapadas a la Fontana de Trevi… El autor de esa frase, que disfrutó de tales experiencias durante años, elegiría sin duda un 8 de diciembre en Piazza Spagna. Al menos en una ocasión, de la que fui testigo: Paco Vázquez —como le llamaban, cuando alcalde, unos y otros; porque todos le trataban como si fuera de la familia— estaba ese día hecho un brazo de mar; orgulloso de ser a la vez Embajador de España ante la Santa Sede, socialista y católico.

Los bomberos habían ya realizado su tradicional ofrenda floral a la Inmaculada, que preside la plaza, y nuestro embajador esperaba, a las puertas del palacio, el momento de saludar al Papa, tras su oración de cada año. Mientras, un nutrido grupo de españoles —yo mismo, por aquellos tiempos, diputado del PP— nos arracimábamos en los balcones para disfrutar del momento.

En la entrevista que le ha planteado Alfa y Omega, Vázquez ha repartido verdades del barquero, que —estadísticamente— un católico metido en política habría cuidadosamente de evitar: «Se intenta apuntalar en la sociedad una serie de eslóganes para desprestigiar y arrinconar a la Iglesia. No solo a la institución, sino al hecho religioso». «Las minorías no solo logran el respeto, el reconocimiento y la tolerancia, sino que imponen su realidad y lo hacen con procedimientos sancionadores para quienes discrepen». «Es inadmisible que se introduzcan registros que limiten la objeción de conciencia, por ejemplo, ante el aborto». «El fallo previo, de 1985, consideraba que había una colisión entre derechos: los de la madre y el nasciturus. Ahora se inventa una doctrina, que es el derecho a matar». «El católico tiene que levantar la voz».

En plena transición democrática se preguntaba musicalmente aquello de «¿Qué cantan los poetas andaluces de ahora? Parece que están solos…». Ninguna norma obliga a los políticos españoles católicos a encerrarse en una sacristía; no siquiera en una taberna, bajo el ya jubilado rótulo «Se prohíbe el cante». Parece que, como a tantos de sus conciudadanos de similar creencia, les han cantado las cuarenta: no se pueden imponer a los demás las propias convicciones. O incluso —si aspira a hacer algo en política— procure parecer de centro, así que impóngase las mías.

Por supuesto que España es un Estado laico. Su Constitución lo deja bien claro: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal»; pero, previamente, ha garantizado «la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades». Algo, sin embargo, lleva a nuestro antiguo embajador a hacer notar: «Hay una ocultación de las creencias. Sabemos de qué equipo de fútbol es cada político, pero no su fe. Así no podemos saber hasta qué punto un representante es coherente o no con sus convicciones». Porque convicciones tenemos todos. En mis años de parlamentario he admirado en más de una ocasión la firmeza y claridad con que, desde la bancada de enfrente, más de uno defendía la suyas, sin complejos ni remilgos. Al final se votaba y el resultado legal se imponía a todos los ciudadanos, estuvieran o no convencidos de su acierto. Es la democracia; en la que —en caso de duda— la mayoría gozará de un voto de calidad.

Nuestra Constitución descarta además todo intento inquisitorial de penalizar determinadas convicciones: «Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias». Particularmente absurdo sería pues, descalificar argumentaciones por considerarlas sospechosas de derivar de ellas. Lo preocupante sería verse representados con personajes que suscriben ideologías de temporada, o sugerir que hay que precaverse ante quien defienda ideas que se muestren capaces de lograr una adhesión mayoritaria. La democracia misma quedaría falsificada. De ahí que la misma Constitución rechace que se pretenda imponer una estricta separación entre propuestas políticas y convicciones personales de cualquier tipo. Es más, deja claro que «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones».

Cualquier pretensión laicista de separación sería inconstitucional. Lo absurdo es que, a la hora de actuar políticamente, predomine un laicismo autoasumido, en el que —para parecer de centro— haya que andar con mucho cuidado, para no poner en duda lo que una minoría imponga obligadamente como correcto.

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