Me honra el profesor Andrés Ollero al encomendarme la presentación de este libro, en cierta menara autobiógrafico, en el que he de habérmela con, un prestigioso sabio con el que, más allá y por encima de nuestras graves diferencias ideológicas, me acercan y reúnen, cordialísimamente, nuestras afinidades profundas. Los dos somos, en efecto, cimarrones; los dos ardientes trascendentalistas; y ambos, perdedores y ganadores, según, a causa de nuestra determinación independiente. Si he aceptado este reto es porque parto de la convicción de que poco o nada arriesga quien juega y envita descubriendo previamente su jugada.
No demoraré en repetir los hitos sobradamente conocidos de la brillante y empecinada biografía de este profesor ejemplar y juez atenido, con extremo rigor, a su conciencia. Sólo diré –y creo que sobra– que Ollero es ante todo un espíritu idealista de esos –¡tan raros!– que han logrado integrar la Razón en la alquimia de su visionaria concepción del mundo. Un católico sin fisuras –a quien yo respeto, desde la distancia, como creyente elemental aunque firme– que se propuso y logró –cosa admirable, desde luego, en nuestra circunstancia– mantener nada menos que su independencia en este difícil escenario dominado por la radicalidad y el oportunismo.
Hubo un tiempo ·en el que, desde la ingenua oposición, se le ametralló con la popular munición anticlerical –tan española y decimonónica–, incapaces esos beligerantes de concebir siquiera el íntimo derecho a la fe que, quieran ellos o no, asiste a todo individuo por hecho de serlo. Y Ollero ni se inmutó, sino que esgrimió su bandera sin el menor complejo. Y cuando ya entró en política, es decir, cuando se aventuró por la procela de los fanatismos partidistas, enarbolándolos siguió, imperturbable, incluso en el comprometido expositor que, se quiera o no, es ese Tribunal Constitucional en el que, a pesar de su singular aportación, su propio partido le negó el apoyo cuando le correspondía la decisiva presidencia.
Bien, no les entretendré innecesariamente. Sólo debo insistir en el hecho de que Andrés Ollero, a quien se le ha negado tantas veces el pan y la sal, ha sido durante toda su dilatada trayectoria profesional un jurista y sólo un jurista, dicho sea desde el convencimiento de que al hombre de derecho se le supone –como el valor al soldado– su incuestionable vocación espiritual.
Al hilo de este libro que presentamos hoy, podría aburrirles con mil logros y hasta dignos fracasos de nuestro personaje, pero no lo haré si no es para revelar su impresionante papel –al menos para mí– como magistrado del TC en el que ha servido de manera impecable durante diecisiete años, ese órgano hoy fatalmente mediatizado en el que él ejerció independiente hasta el punto de presentar ¡69 votos particulares! de los que, si mal no reconté, un tercio mal contado disentía … ¡de sus adversarios políticos! –los famosos «progresistas»–, y otro, de sus propios correligionarios. Dudo que exista en la historia de esa digna y hoy cuestionada institución, otro ejemplo semejante de neutralidad cumplida.
Hay recogidas en el libro que presentamos numerosas entrevistas surgidas de los hitos de su carrera profesoral y política, en las que el lector encontrará sobrada ocasión de cubicar la categoría ética, moral y, en definitiva, humana, de este jurista y juez imparcial que ha llegado a convertirse, desgraciadamente, en un mirlo blanco (aunque no único) de su especie. Cómo será la cosa que Ollero llegó a emitir ¡en 7 ocasiones! su voto concurrente frente a una sentencia que, como ponente, había elaborado él mismo, y no precisamente .para agradar, sino todo lo contrario, a sus conmilitones.
La filosofía del Derecho, y para qué hablar el Derecho Natural al que este hombre singular ha dedicado su vida, no viven hoy su mejor momento, sencillamente porque sus detractores son los mismos que níegan la existencia real de un fundamento «natural» de los «derechos humanos», como si eso fuera.posible sin desangrar internamente a éstos en una incontenible hemorragia dialéctica. Por eso quizá no se ha entendido bien el éxito y el drama de un profesor como Andrés Ollero, sordo voluntario frente a las sirenas de las modas ideológicas, pero firme a carta cabal con los latentes dictados de su propia conciencia.
Ollero es hoy un ejemplo ético y moral aplastante frente a tantos sumisos, que no hemos de mencionar, atenido· siempre al respeto a sí mismo que él se ha impuesto desde siempre. Hoy vivimos un escándalo sin precedentes en tomo a la Justicia y a sus supremos órganos, y, lo que tal vez es peor, un irreparable equívoco que ha hecho posible el absurdo de que un puñado de populistas impresentables y sobrevenidos esté logrando sepultar –parece que sin remedio y en un temerario intento de acercamiento a Karl Schmidt– la venerable doctrina del barón de Montesquieu. Ollero está de vuelta de esa contienda en la que él, a mi modo de ver las cosas, ni fue aliviado jamás por sus adversarios ni amparado por los suyos. Suele decirse en estos casos que España tuvo y tiene muy mala suerte con sus políticos. Yo, si me lo consienten, agradecería que me permitan no opinar. Y no sería por cálculo ni miedo, sino acogido a sagrado a la autoridad y al genio de Jules Renard, y al lúcido apotegma que él nos legó: «La Justica es gratuita. Menos mal que no es obligatoria».
Muchas gracias. José Antonio Gómez Martín