Perdonen las molestias
Tribuna abierta
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«Sería interminable repasar las hazañas de estos héroes, incapaces de pedir perdón, adoctrinadores de un concepto de democracia absolutamente compatible con el asesinato practicado como una de las bellas artes».

«Desgraciadamente, el pasado no tiene remedio. Sabemos que nada de lo que digamos puede deshacer el daño causado, pero estamos convencidos de que es posible al menos aliviarlo desde el respeto, la consideración y la memoria de todas las víctimas» (BILDU)

La soflama bildutarra invita, sin duda, a la memoria. Poca memoria más democrática que la que me sitúa en el hemiciclo del Congreso en una mañana de pleno de hace al menos dos decenios. Jaime Mayor, a la sazón Ministro del Interior, se me acerca con aire preocupado y me informa de que han detenido a unos integrantes del etarra comando Andalucía y les han encontrado recortes de prensa con mi fotografía. Me tranquiliza, añadiendo que no han encontrado datos sobre itinerarios y rutinas; pero me aconsejó prudencia al respecto.

No me extrañó la situación. Coincidía a diario con Gabriel Cisneros, que aún sufría las consecuencias de un disparo recibido, cuando consiguió evitar que lo secuestraran. Alguno de los protagonistas de esas hazañas de heroicos gudaris, pontifica hoy sobre los plazos a fijar para hacer ejercicios de memoria democrática. Mis pecados contra la calenturienta invención de su presunto pueblo vasco, eran muy bien conocidos. No contento con haberme dejado elegir repetidamente como Diputado, de una provincia con derecho a comando libertador, me había presentado en las municipales del País Vasco como candidato, en un pueblecito donde el miedo al tiro en la nuca —rebosante de respeto— hacía muy complicado al Partido Popular confeccionar una lista electoral. Una auténtica provocación, que justificaría que cualquier heroico etarra se animase a sufrir un sofocón.

Desde ese día, cada vez que asomaba a la puerta de mi casa y divisaba enfrente a un desconocido con aire distraído, me preguntaba si se trataba de un policía o de un respetuoso etarra. Los hechos acabaron demostrando que -en mi caso- se trataba de policías. Dios se lo pague.

No mucho después, un 9 de octubre, en las primeras luces del día, comprobé en la agenda que celebraba su onomástica mi entrañable amigo Luis Portero. A mediodía había quedado a comer con mi colega Elías Díaz. Militante socialista en la clandestinidad en los años duros de los estados de excepción, fue confinado -lejos de su casa- en un pueblo andaluz. Me contó, entre plato y plato, cómo estaba hablando por teléfono con su amigo Tomás y Valiente, ya Presidente Emérito del Tribunal Constitucional, cuando un anómalo chasquido interrumpió la conversación. Un jovencito, disfrazado de estudiante —superando un inmenso dolor— le había descerrajado un tiro. El pueblo vasco lo exigía y no había más remedio…

Apenas terminado su relato sonó mi teléfono. Luis Portero no tuvo suerte. Quien se agazapaba en un resquicio del hall de su casa no era un policía. El pueblo vasco lo exigía y, superando un inmenso dolor, alguien cumplió su cometido. El comando Andalucía se apuntaba un nuevo éxito, eliminando al Fiscal Jefe del Tribunal Superior de Andalucía, jurista destacado y persona entrañable. No sería el único. También el matrimonio Jiménez Becerril, en plena calle sevillana, sufrió las consecuencias de unos descerebrados, incapaces de pedir perdón, que hoy —con apoyo gubernamental— dan lecciones de memoria democrática. Tantos otros, sin salir de Andalucía, corrieron idéntica suerte.

Sería interminable repasar las hazañas de estos héroes, incapaces de pedir perdón, adoctrinadores de un concepto de democracia absolutamente compatible con el asesinato practicado como una de las bellas artes. Comprendo que, como se ha evocado en estos días, Miguel Ángel Blanco comentara que prefería la muerte a sufrir los días de encierro de José Antonio Ortega Lara. Sigo estremeciéndome cada vez que se evocan pormenores al respecto. El zulo camuflado bajo una aparatosa maquinaria. La decidida voluntad de —en nombre del pueblo vasco— dejarlo abandonado a su suerte, una vez que el escondrijo era ya ineficaz para cumplir su función. No cabía ahorrarse dolores, las exigencias no eran negociables. No había más remedio que cumplirlas, superando sentimentalismos, prohibidos a los héroes de la causa. El pueblo vasco exigía que los gudaris fueran traslados a cárceles vascas. Hoy todos ellos, aunque su concepto de la democracia y de la mera humanidad les impide pedir perdón, ya lo están. Les ha bastado con secuestrar políticamente al gobierno. Como a mí no me importa pedir perdón cuando hablo demasiado claro, perdonen las molestias, si he practicado su peculiar concepto del respeto.

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