De la admiración a una profunda amistad
Tribuna abierta
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Jorge Trías lo tuvo claro y supo cumplir con su deber. Me consta que sin un mínimo gramo de animosidad contra el que había sido su partido.

«He cumplido con mi deber» Jorge Trías Sagnier

La vida, sobre todo si se la toma como una aventura, nos reserva más de una sorpresa. Hay personas a las que, sin conocerlas personalmente, se acaba admirando. Tal fue mi caso con el autor de la afirmación con la que he iniciado estas líneas. Yo había conocido, en un veraniego curso universitario en La Rábida a su hermano Eugenio, luego uno de los filósofos españoles más destacados de finales del siglo pasado y comienzos del actual. De Jordi, que aún no había aterrizado en Madrid, no tenía aún mayor noticia.

Mi admiración a él se fue forjando leyendo páginas de ABC, al que aportó una frecuente columna sobre temas jurídicos, cuya lectura constituía para mí —ya metido en la filosofía del derecho— motivo de continuo disfrute. Jorge acabaría recogiéndolas en ‘La cocina de la justicia. Casos típicos y jugosos’. Cómo es frecuente, pensé en más de una ocasión que me alegraría llegar a conocerlo. En mis seminarios en la facultad granadina sobre jurisprudencia constitucional tuve ocasión de ocuparme de la sentencia sobre Violeta Friedman, calificada con toda justicia como ‘memorable’, al ser amparada como víctima de la negación del holocausto; en un fallo sin precedentes, con Trías como abogado.

En mi ya cuarta legislatura, vi cumplido aquel viejo sueño; me encontré sentado a su lado, dada nuestra condición de portavoces en dos comisiones tan afines como la Constitucional, en su caso, y la de Justicia, en el mío. No fueron pocos los trajines parlamentarios que trabajamos en común. Recuerdo, entre otros, nuestra participación en una subcomisión sobre parejas de hecho, que acabaría siendo el punto de partida de futuras leyes y sentencias (también del Constitucional…) no poco polémicas. En nuestras frecuentes conversaciones, Jorge sacaba a relucir sus épicas hazañas montañeras, que incluían picos legendarios, de esos en los que hay que comenzar por instalarse en un campamento base. Lógicamente salían a relucir sus compañeros de escalada; ambos Luises: el ya senador Fraga y Bárcenas, que acabaría siéndolo. Eran momentos felices, en los que no era fácil presagiar lo que acabaría desencadenándose.

Jorge Trías no perdió ocasión de mostrarme su amistad. La tuvo en grado muy especial en uno de los más peculiares momentos que me ha tocado vivir: verme en un juzgado de la Plaza de Castilla, como consecuencia de una pintoresca querella criminal. El promotor —un personaje quizá escapado de ‘La escopeta nacional’— había intentado presionarme para que yo influyera en el tribunal que había de juzgar una oposición a plaza universitaria a la que aspiraba su hija. Como es lógico, me negué en redondo. El número no era corriente: un portavoz de Justicia en el Congreso de los Diputados sentado ante una juez, que —dicho sea de paso— demostró una ejemplar profesionalidad. Jorge no dudó en acompañarme, como desinteresado abogado, a aguantar el tirón.

Nuestra amistad era tan estrecha que llegué a compartir una señalada comida familiar que reunía a poco más de una decena de personas.

No permaneció en el Congreso más de una legislatura, pero su trabajo profesional y sus relaciones le mantuvieron muy al tanto del bullicio cotidiano, llegando —muy a su pesar— a encontrarse de hoz y coz en primera fila, contemplando unos hechos que le llevaron a publicar el libro que nunca hubiera querido escribir. ‘El baile de la corrupción’. La situación no podía resultar más kafkiana: verse enfrentado a un embrollo, que afectaba decisivamente al partido político al que tantas horas había dedicado y que tenía como destacado protagonista a uno de sus compañeros de solitarias peripecias montañeras. Una de esas coyunturas que ponen a prueba la categoría ética de una persona.

Jorge Trías lo tuvo claro y supo cumplir con su deber. Me consta que sin un mínimo gramo de animosidad contra el que había sido su partido: no poco destrozado, al salir a la luz hechos impensables en compañero tan cercano. No le salió gratis. No todos los más allegados entendieron su actitud y, desde el punto de vista profesional —tan poco amigo de escándalos— el teléfono dejó progresivamente de sonar.

Regresado a Barcelona, nuestro contacto se mantuvo por vía electrónica. En uno de sus últimos correos me comentó: «El otro día me administraron la Unción de los Enfermos. Fue bastante emotivo. Y me quedé en paz». Una paz, que —tras cumplir con su deber— se le habrá concedido por la eternidad.Andrés Ollero es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos I

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