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«Los musulmanes, inmigrantes o no, son como cualquier otro ciudadano; con sus deberes y con sus derechos»
Javier Martínez Torrón

Entre esos derechos, nada menos que constitucionales, está el de practicar sus cultos religiosos, también en grupo –por qué no…– y al aire libre. No faltará algún desconocedor de nuestra Constitución que considere esto incompatible con un Estado laico. No es nada extraño en aquellos laicistas que suscriben un sagrado temor a que cualquier elemento de origen religioso pueda contaminar la pintoresca virginidad que atribuyen a un Estado notablemente promiscuo. Más sorprendente es que se hayan apuntado al bombardeo, en tierras murcianas, algunos gallardos concejales de Vox, celosos defensores de una presunta virginidad de las costumbres hispánicas.

Que determinadas propuestas ideológicas o religiosas puedan verse restringidas no es nada fácil en un Estado, como el español, que –a diferencia de otros europeos– ni siquiera suscribe una dimensión «militante» de la democracia. Esto le lleva a admitir –siendo una monarquía parlamentaria– la pacífica existencia de partidos republicanos, nada proclives a pasar inadvertidos. Yo mismo, soñador de una transición democrática, solo desperté cuando un Sábado Santo se legalizó el partido comunista y no precisamente por afán de apuntarme, sino porque en la variedad está el gusto; en Alemania no se lo pueden permitir.

En realidad, los términos laico y laicidad no se hallan presentes en nuestra Constitución, pero sí se han visto ampliamente recogidos en la doctrina de nuestro Tribunal Constitucionalidad. Habla incluso de la existencia de una «laicidad positiva», que encuentra su sede en el epígrafe tercero del artículo 16 CE. Lo hace, entre otros lances, rechazando un recurso planteado contra la llamada «secta Moon», sospechosa para el parlamento europeo.

Al hablar de laicidad positiva, se da por sentado que la hay negativa; la propia de los laicistas y su cuidadosa asepsia hacia lo religioso, que por lo que se acaba viendo, pueden acabar considerando más rechazable que la corrupción. No ha dejado de sorprenderme que, hasta filósofos de prestigio como José Luis Pardo, con el que suelo estar de acuerdo, afirme que el espacio público no puede dedicarse a un uso confesional porque ello sería tanto como subordinar el interés público a los intereses privados. No sé si refiere a los del cine; en mi calle ruedan pelis cada dos por tres y, aunque estorban, nadie se rasga las vestiduras.

Se ve que no ha leído el epígrafe ya citado, que lejos de imponer una tajante separación entre lo público y lo religioso, dije con loable claridad que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española», no precisamente para extirparlas en beneficio de un inodoro laicismo alérgico al incienso. Por el contrario –añade– «mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación», con ellas y quienes las promocionan. Santiago Carrillo quiso concretar, quizá para evitar la fama de comecuras de su partido, que se aludiera expresamente a «la Iglesia Católica», ignorada en el anteproyecto, «y las demás confesiones».

Si bien es cierto que tales «relaciones» han de «consiguientes» a las «creencias» de la sociedad –y por tanto gozosamente dispares en un ordenamiento pluralista–, los poderes públicos habrán de dilucidar el grado de cooperación razonable en cada caso. Nada permite ignorar la notable presencia de población musulmana en bastantes zonas de nuestra sociedad, por lo que ignorarlo implicaría una discriminación obviamente inconstitucional. Tanto más cuando por el Ayuntamiento en el que surgió el problema ya se había concedido en ocasiones anteriores locales a los creyentes de dicha confesión. Lo apunto, porque dilucidar si en un caso concreto debe o no atenderse tal petición es una cosa y dejar de atenderla, sin razón específica que lo justifique, es todo lo contrario. No habrá un derecho universal a que el poder público coopere, pero este sí tendrá que justificar por qué grave razón rompe tal cooperación. Lo de, porque ahora tengo nada menos que un concejal, del que pueden depender los presupuestos, es un pésimo argumento en suelo constitucional.

Por otra parte, ante lo que se avecina, quizá Vox debería reflexionar sobre si, asumir en un futuro el papel de Junts y compañía en el ya cansino arte del chantaje, le llevará a que le toque la lotería, o a regalar un buen saco de «voto útil» a quien dé la impresión de estar dispuesto a colmar las ilusiones de los que aspiran a apoyar a un gobierno en condiciones de gobernar; que ya va siendo hora…

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