“Tenemos es un sistema de elección de vocales del Consejo que es el más independiente de todos los que hay en Europa. El Poder Ejecutivo no tiene nada que decir en la renovación del CGPJ, no elige los vocales”. – Pilar Llop, Ministra de Justicia.
La afirmación no parece, desde luego, un prodigio de imparcialidad, pero la señora Ministra de Justicia podrá sin duda alegar que los miembros del Gobierno no están obligados a ser imparciales; de ahí su indisimulado afán por intentar convencernos de que al Ejecutivo el asunto ni le va ni viene. Lástima que difícilmente pueda conseguirlo.
Por más que los dos grandes partidos se echen el muerto, los hechos acaban demostrando que, en efecto, no es problema de uno o del otro -ambos han colaborado por coyuntural interés en perpetuar el disparate- sino de la partitocracia: del intento de que un acuerdo -presuntamente angelical- entre partidos pueda garantizar la independencia del Poder Judicial. La raíz del enredo consiste en afirmar que nada más democrático que encomendar a tres quintos de las cámaras de la elección de cargos de tan obligada independencia.
Ha llegado incluso a alegarse que el Tribunal Constitucional avaló su elección por las cámaras. Sin perjuicio de que lo hiciera en sentencia más contradictoria de su ya amplio historial, considero que afirmarlo es -por incierto- falso y fruto de una sesgada interpretación.
Es bien sabido que la función del Tribunal Constitucional es sentar doctrina, ya que no pretende poner derecho, sino depurar el ordenamiento jurídico expulsando las normas nítidamente opuestas a la Constitución. De ahí la entrada en juego del llamado principio de conservación de la norma, como símbolo de respeto al legislador positivo, cuando la inconstitucionalidad no cabe considerarla aún consumada.
En cualquier caso, el Tribunal Constitucional no sienta doctrina en sus fallos, que suelen resultar poco inteligibles sin la “ratio” depositada en la argumentación de sus fundamentos. Quien pretenda pues leer qué dice la Constitución habrá de liberarse de prisas y leer “todo” lo argumentado y no solo lo que a su oportunismo interese.
Dice, nada menos, que “la verdadera garantía de que el Consejo cumpla el papel que le ha sido asignado por la Constitución en defensa de la independencia judicial no consiste en que sea el órgano de autogobierno de los Jueces sino en que ocupe una posición autónoma y no subordinada a los demás poderes públicos”. Precisamente, lo que no está ocurriendo ni por asomo.
Para no perderse en jardines, alude a la importancia de “que la composición del Consejo refleje el pluralismo existente en el seno de la sociedad y, muy en especial, en el seno del Poder Judicial. Que esta finalidad se alcanza más fácilmente atribuyendo a los propios Jueces y Magistrados la facultad de elegir a doce de los miembros del CGPJ es cosa que ofrece poca duda”.
Dejando claro que el disparate consiste en reducir la democracia a partitocracia, concluye: “se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial”.
Este es el núcleo doctrinal de la doctrina expuesta, para cualquiera que sepa leer. Asunto distinto es que se vea esterilizado por el condicionamiento formalista del citado principio de conservación de la norma: “la probabilidad de ese riesgo, creado por un precepto que hace posible, aunque no necesaria, una actuación contraria al espíritu de la Norma constitucional, parece aconsejar su sustitución, pero no es fundamento bastante para declarar su invalidez”.
La doctrina es clara, pero su efectividad queda solo aplazada a la espera de acontecimientos o todos hoy bien conocidos. Entenderlo como “aval” es puro sesgo distorsionador. La doctrina serena de la famosa sentencia, realizada en presente, en un muy diverso horizonte interrogativo, que diría Gadamer, no admite mayor duda.