Polariza, que algo queda
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Tribuna Abierta
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Abrigo pocas dudas de que la figura del Fiscal General se ha convertido, inevitablemente, en el emplazamiento de más alto riesgo dentro de la Constitución

Un manifiesto archifirmado nos recuerda que ni la libertad empezó en España hace cincuenta años, ni desenterrar el espectro de Franco logrará dividir a los españoles en dos bandos. Sin embargo, lejana ya la transición, fruto del consenso, el escenario político lleva tiempo instalado en un crispado intercambio entre sus -más de dos- protagonistas, siempre atentos a descalificar al vecino más que a intentar llegar a acuerdos en beneficio de los ciudadanos.

Dejando aparte la incomodidad resultante, el problema afecta a la necesaria reforma de una Constitución, que -consciente de su ingenuo desconocimiento de los posibles efectos de la partitocracia- lleva años clamando por un rejuvenecimiento; imposible sin resucitar el añorado consenso. Basta repasar la penosa situación en el ámbito de la Justicia.

Pongamos que hablo de la Fiscalía… Su artículo 124.4 establece que «el Fiscal General del Estado será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Estado». Dos epígrafes antes, precisa angelicalmente que ejercerá sus «funciones por medio de órganos propios conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad».

No han faltado quienes ensalcen ese feliz matrimonio entre gobierno y fiscalía. Mi buen amigo -hoy europarlamentario- López Aguilar, lo defendía a capa y espada cuando compartíamos portavocías en un ambiente de pacto de Estado por la Justicia. Para él, estaba claro que la política criminal había de ser dirigida por el Gobierno. No se le pasaba por la cabeza -dicho sea en su favor- que fuera la política del Gobierno, o la de su entorno, la que se acabara convirtiendo en sospechosa de criminalidad.

Dada esa experiencia, abrigo pocas dudas de que la figura del Fiscal General se ha convertido, inevitablemente, en el emplazamiento de más alto riesgo dentro de la Constitución. Sus sucesivos titulares han tenido amplia oportunidad de comprobarlo. Apenas recuerdo dos que no salieran chamuscados.

Cuando el presidente Aznar quiso resaltar su respeto a la independencia de la fiscalía no dudó en nombrar a una de las figuras más prestigiadas del cuerpo: Juan Cesáreo Ortiz Úrculo. Le bastó haber sido nombrado por el Gobierno, como era obligado, para convertirse en la percha de los palos de los partidos de la oposición. Aguantó mecha durante ocho meses y, cuando se cercioró de que -hiciera lo que hiciera- no cambiaría el panorama, optó honestamente por la dimisión. Le sustituyó un bendito: Jesús Cardenal y más de lo mismo; con el agravante de que, en vez de salir del paso en sus comparecencias parlamentarias, se prestaba a sesiones interminables de acoso y derribo. Hasta la siempre razonable Margarita Uría, del PNV, que comenzó ensalzando su brillante papel en el difícil cargo de Fiscal Jefe en el País Vasco, no se ahorró alguna crítica.

Lo apunto, para que no se piense que la situación actual es meramente anecdótica, como consecuencia de la envidiable capacidad del actual titular para no pasar inadvertido; hasta el punto de que un notable conocedor del mundo judicial lo considere heredero de los legendarios jueces estrella, afortunadamente en eclipse. A quien le acabe sustituyendo no le arriendo las ganancias.

Parece obvio que la Constitución reclama una reforma de institución tan decisiva. Tanto más cuando, apelando al ejemplo de otras similares en países europeos, resulta frecuente la sugerencia de que la instrucción judicial deba ser asumida por la fiscalía. Con «dependencia jerárquica» de quien -sea sin sea- se verá frecuentemente calificado en el Diario de Sesiones como «fiscal general del gobierno». Esto constituiría un oportunísimo complemento al supuesto lawfare, que hoy -novedosamente- se atribuye desde el Gobierno a todo juez que no sepa verlas venir.

Desgraciadamente, con la polarización vigente, no resulta razonable imaginar que la Constitución pueda pronto establecer que el Fiscal General del Estado sea nombrado por el Rey, a propuesta del Consejo General del Poder Judicial -al fin y al cabo, su propio Estatuto lo considera «integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial»-; aunque habría que añadir: «oído el Consejo Fiscal». Si en el trámite constituyente -y en su ejemplar primera edición- la mayoría de los vocales del Consejo General eran elegidos por los jueces, qué menos que solicitar pistas a la propia fiscalía sobre quiénes podrían ser personas adecuadas para asumir tan relevante responsabilidad. Andrés Ollero Tassara. Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

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