Muro mental
Tercio de Quites
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«O cambiamos esta política o cambiamos esta Constitución: esta forma de hacer política y la Constitución no casan».
Virgilio Zapatero

 

Se ha escrito (Trapiello) que determinada izquierda está más callada que en tiempos de Franco, pese al cúmulo de desafueros y de colonización de las instituciones que se viene experimentando. De ahí mi admiración por los que no callan, como es el caso de mi citado colega de filosofía del Derecho que va sembrando incesantemente un interesante mensaje: «Hay que derribar el muro». «Una democracia sólo puede mantenerse si los partidos cumplen con la ley no escrita, según la cual los adversarios reconocen recíprocamente su legitimidad y asumen la alternancia». Tratar «al primer partido del país (hoy por hoy el PP) como filofascista o pretender echarle en brazos de Vox es, por ignorancia o por frivolidad, desconocer la trágica historia de nuestro país y ofender injustamente a media España». «Si se quiere evitar el protagonismo de medios y jueces, un programa de fortalecimiento democrático tendría que poner el foco en la revitalización de nuestro Parlamento».

Su alusión a jueces es lo que me sume en la perplejidad. Los interesantes mensajes de mi colega suelen verse acompañados, por aquello de que haya para todos, de alusiones a la pretensión de los populares –con vitola europea– de que sean los jueces los que, en el Consejo, elijan a los jueces. Mi pregunta es: porqué en cualquier socialista tal posibilidad tropieza hoy con un muro mental, si se tienen en cuenta hechos bien conocidos, que animo a repasar.

En el año 1982 la izquierda clamaba por el «autogobierno de los jueces». Lo resalté –cuatro años antes de entrar en política– en un artículo en la revista del Colegio de Abogados de Barcelona, gracias a los buenos oficios del socialista Elías Díaz, facilitados sin duda por nuestra común amistad con Nicolás López Calera.

A nadie sorprendió por ello que un PSOE sediento de cambio no solo aceptara que así ocurriera en la primera elección del Consejo General del Poder Judicial sino que –por lo que se ve, no insatisfecho de la experiencia– el Gobierno de González, envió al Congreso en 1985 una ley que no solo entendía el «entre jueces y tribunales» del 122.3 CE como que los jueces elegían a los jueces del Consejo, sino que indicaba incluso cómo habían de ser las papeletas.

La pregunta del millón es: ¿Qué llevó al PSOE a crear un muro mental, tras enviar al Senado una enmienda ajena, para hacer que fueran las cámaras las que decidieran qué jueces les caían más simpáticos a sus grupos parlamentarios? ¿Veían en los jueces españoles un enemigo potencial de sus planes? Alguno, de los que hablan, debería ofrecer alguna respuesta.

Luego vino, en 1986, la sentencia más absurda del Tribunal Constitucional; y hay que ver que las ha habido peculiares. Sus fundamentos jurídicos no tienen desperdicio. El Consejo debe reflejar la pluralidad social y, muy en especial, la judicial. Una elección de representantes de los jueces fabricada por las cámaras parlamentarias llevaría a una politización judicial. La lógica del Estado de partidos, legítima en otros ámbitos, no lo es en este. Después de tan sólida expresión doctrinal, el fallo –de un formalismo enervante– invita a entender que habría que esperar a que el anunciado desastre se consumara, para declararlo inconstitucional. Se consumó bien pronto y aún estamos esperando…

Este monumento a la contradicción ha servido de argamasa y más de un socialista –muro mental mediante– afirma hoy que el Constitucional ha «avalado» la ley actual. No hay forma menos adecuada de interpretar una sentencia que empeñarse en no leerla.

La situación me lleva a recordar que mi debut, en 1986, en un pleno del Congreso fue defender una proposición de ley, que Alzaga me animó a elaborar, sobre la elección por los jueces de sus representantes en el Consejo. Tropecé, como es lógico, con el ya naciente muro mental…

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