Las fronteras de lo jurídico
Las fronteras de lo juridico - Andrés Ollero
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Lo material y lo formal, el afán de justicia y el obligado respeto a las garantías, entran en frecuente tensión en el ámbito jurídico

 

Me llaman de una televisión, para que me explaye sobre la situación actual del Tribunal Constitucional. Les sugiero amablemente que quizá no es el momento más oportuno, para que quien dentro de él –como es mi caso– ha discrepado en decenas de ocasiones de la mayoría de sus miembros, se desahogue ahora desde fuera. Pero la llamada me ha invitado a reflexionar; al fin y al cabo, a lo que siempre me he dedicado –de una u otra forma– es a la filosofía del derecho.

Pienso que, para entender más de un problema jurídico, es necesario tener presente dos fronteras del derecho; una externa y otra interna. La externa marca su relación con la moral; la interna nos lleva a reflexionar sobre la obligada conexión entre lo material y formal dentro de cualquier incidencia jurídica.

El derecho pretende garantizar la vigencia de un mínimo ético, que haga posible una convivencia que merezca ser considerada digna del hombre. No pretende hacerlo feliz, rico, ni santo. Se conforma con hacer posible un ámbito de libertad e igualdad suficientemente ajustado: la justicia en sentido jurídico; una regulación generalizada, que no resulte asfixiante. Ello explica la entrada en juego del principio de mínima intervención penal. Solo en defensa de bienes y valores jurídicos de particular alcance cabrá privar de libertad; afortunadamente, nuestra Constitución y su desarrollo legal excluyen que la vida pueda estar en juego.

La frontera interna entre lo material –que identifica esos bienes y valores– y lo formal –que sirve de garantía a los destinatarios de las normas– me ha saltado a la vista con ocasión de una serena discrepancia entre juristas.

Mi maestro Manuel Aragón –no ha tenido ocasión de serlo en mi trayectoria académica pero sí, cotidianamente, en mi tarea en el Tribunal– ha considerado «impecable» la argumentación del Supremo, al analizar la posible malversación de fondos públicos con motivo del «procés». El jurista Ruiz Soroa –a quien no tengo el gusto de conocer, pero al que no pierdo ocasión de leer– se muestra en desacuerdo.

Al primero le convence que se entienda como malversación cargar al erario público unos gastos –en favor de intereses políticos– que sus responsables se evitaron sufragar, deliberadamente, con su propio patrimonio. Al segundo –que reconoce que le desagrada la amnistía– la argumentación judicial le parece, sin embargo, «artificiosa, falaz y lógicamente insostenible». Tales gastos no han producido un beneficio personal de carácter patrimonial a sus autores y quedarían, por tanto, amparados por la ley de amnistía. Consciente, por lo demás, de que nos movemos en el ámbito de lo penal, apunta que el Supremo «ha elegido de todas las interpretaciones posibles la más perjudicial para los acusados».

Todo invita a entender que tras el planteamiento de Aragón late algo que he podido vivir como magistrado: la doctrina materialmente archisentada por el Tribunal sobre su posible intervención –vía artículo 24 CE– al controlar sentencias del Supremo: solo cabe anular sus resoluciones cuando sean arbitrarias –por escasamente razonables– o incurran en error de hecho. Ruiz Soroa, por el, contrario parece apreciar formalmente una interpretación extensiva, vedada en ámbito penal, al crearse la figura de un enriquecimiento injusto en favor de intereses políticos personales, equiparable al rechazable en el ámbito civil, al desajustar relaciones entre privados.

Esta tensión entre lo material y lo formal es fácil de advertir en otro de los desgraciados problemas que giran en torno a sentencias del Tribunal Constitucional. Valga, como ejemplo, una nada reciente: la STC 108/1986 sobre la fórmula de elección del Consejo General del Poder Judicial. Analizó el alcance de la expresión constitucional «entre jueces», no como «por jueces», que es como se había entendido hasta entonces por todos –incluido el gobierno socialista, al enviar tal proyecto de ley al Congreso– sino por las cámaras, sacrificando la democracia –con su equilibrio de poderes– a la partitocracia.

La sentencia se explayó en profundidad en sus fundamentos de derecho profetizando materialmente una convincente doctrina sobre la futura politización del poder judicial, al aplicarse a su órgano de gobierno criterios que pueden ser válidos en otros contextos, pero no a la hora de garantizar la percepción de su independencia objetiva por parte de los ciudadanos. Después de tan noble esfuerzo, acabó zambulléndose en el fallo en una escapatoria formal, sugiriendo que –al no haberse aún consumado consecuencias tan nefastas– habría que aguardar para ponerles freno. Decenios llevamos confirmando lo acertado de la profecía de la sentencia y lamentado el «formalismo enervante» –en la jerga del Tribunal– de su fallo que por sobradas razones aún lamentamos.

Me temo que nos encontramos en situación similar –entre lo material y lo formal– no solo en el caso del que arrancamos. Es obvia la repugnancia jurídica que producen, desde la perspectiva material, un amago de golpe de Estado o la vergüenza general con que se convive con un espectáculo tan lamentable como como el de los ERE andaluces. Lo que en todo sano juicio se considera como jurídicamente intolerable, puede acabar –por motivos formales– extramuros de ese mínimo ético que el ordenamiento jurídico nos promete garantizar.

Al surgir la polémica sobre la posible prevaricación implícita en el escándalo de los ERE reaccioné, por inercia, comentándolo con uno de los más antiguos y experimentados letrados del Tribunal, nada sospechoso de vínculos gubernamentales. Era notable el aluvión de opiniones materialmente fundadas que la consideraban existente. Utilizando una argumentación paralela a la ya comentada, era obvio el enriquecimiento político personal generado con tan generalizada trapisonda. El deterioro institucional resultaba clamoroso. Si todo ese tinglado puede llevarse a cabo dentro de la ley, ¿a qué leyes estamos confiando nuestra convivencia?

El letrado consultado me argumentó –en clave formal– que la prevaricación implica existencia de una decisión consumada a sabiendas de su injusticia, pero que no cabía considerar como decisiones meras propuestas planteadas a los órganos encargados de llevarlas a la práctica.

Volvamos al inicio de estas líneas. Me proponían que me pronunciara sobre si no debía abstenerse una magistrada que había sido condecorada por uno de los condenados; lo que nos pone en más de un aprieto a los que más de una vez hemos sido condecorados, de presumirse que suele ser fruto de malas artes. Dado que –cuando fue mi alumna– la califiqué con la excelencia que merecía, debería, por lo visto, abstenerse en lo sucesivo en todo a lo que a mí se refiera.

En resumen, lo material y lo formal, el afán de justicia y el obligado respeto a las garantías, entran en frecuente tensión en el ámbito jurídico. Dado que no cabe escatimar el fallo, lo normal es recurrir a la votación. Intentar recurrir por ejemplo al sorteo, a la hora de optar por la mayoría o la minoría, podría darle al asunto un aire mágico, que quizá subyugara a García Márquez. Al final, alguien tendrá que decidir, asumiendo responsabilidades jurídicas y morales. Andrés Ollero. Magistrado Emérito del Tribunal Constitucional.

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