Entre el Derecho y la Vida Pública
Andrés Ollero
Aranzadi, 2024
Juan Arana
Para empezar he de confesar que al intervenir en este acto me siento desubicado, a pesar de estar en la que considero mi casa y entre amigos. Mi incomodidad no tiene nada que ver con el lugar ni con las personas, sino con la materia tratada. Cuando ingresé en esta Academia hace ya nueve años mi ignorancia de las ciencias jurídicas y de los entresijos de la vida pública, es decir, de los temas que trata el libro que nos convoca, era casi perfecta. Lo que he ido escuchando en nuestras sesiones semanales, así como en los ciclos de conferencias aquí desarrollados, han conseguido entreabrir esta cerrazón, pero más para ablandar los oídos que para desatar la lengua. Por consiguiente, es para mí un misterio el motivo de que se me haya puesto en la tesitura de hacerlo. De todos modos voy a procurar hacer honor a la confianza depositada exponiendo lo que he sacado en limpio tras leer el libro de Andrés Ollero, para que de este modo no todo quede entre peritos. Por otro lado, cuando lo medito no deja de sorprenderme mi reserva frente a esta materia, porque soy hijo y nieto de notarios, bisnieto de un catedrático de filosofía del derecho y tataranieto de un magistrado de la audiencia de Barcelona. Cuando anuncié a mi padre que quería dejar los estudios de ingeniería, me respondió: «Está bien, hijo. Supongo que entonces te pasarás al derecho, como toda la familia, ¿no es así?» «Pues no, papá. Quiero estudiar filosofía… filosofía pura.» El disgusto en casa fue grande, pero acabaron transigiendo. La verdad es que nunca consideré por qué me había empecinado en apartarme de una tradición tan asentada. Pero hete aquí que en Ollero he encontrado la respuesta.
Él es un jurista de pies a cabeza, que además ha vivido la entraña del derecho desde todos los ángulos: en primer lugar como teórico, esto es, como investigador y profesor universitario; en segundo lugar, como legislador, en su destacada carrera política, y en tercer lugar como juez, nada menos que en calidad de magistrado del tribunal constitucional durante una etapa crucial para acabar de definir y propiciar la mayoría de edad de la constitución que auspicia nuestra convivencia. Así pues, es alguien que ha estudiado a fondo el significado de las leyes, luego ha estado ocupado en crearlas y finalmente ha contribuido a definir el modo más conveniente de aplicarlas.
Lo que para un lego como yo resulta especialmente fascinante en esta mixtura de autobiografía intelectual y antología de sus textos más representativos es descubrir las motivaciones que la vertebran, y también las hondas preocupaciones teóricas que subyacen a la ingente cantidad de actividades que llenan la agenda vital del autor.
Ollero es desde luego un jurista que toma día a día el pulso de la sociedad y época que le han tocado vivir, pero también un filósofo que trasciende las anécdotas, por importantes e incluso decisivas que algunas de ellas puedan ser. Sin dejar de prestarles toda la atención que reclaman y merecen, sabe elevar la mirada y meditar sobre las coordenadas básicas de la existencia humana, tanto en lo personal como en lo social. Y ahí es donde las preocupaciones del libro engranan con las de un filósofo «puro» (aunque en realidad no tanto) como yo.
Pero antes de comentar esto, quisiera glosar brevemente las cualidades de Ollero como escritor, su estilo denso, preciso, perfectamente construido y articulado, que sin perjuicio del rigor y para aligerar la carga de racionalidad que contiene, añade a sus textos una bien dosificada dosis de humor, en el que se reconoce la presencia inconfundible de la guasa sevillana y a veces también unas gotas de malicia granadina. De la suma de todos esos ingredientes resultan frecuentes píldoras de sabiduría político-jurídico-filosófica, como cuando dictamina: «Desde luego, si la dignidad humana dependiera de estar exento de dolor, mal nos iría a todos» (p. 147), o cuando argumenta: «por otra parte, sin apoyarla en principios jurídicos, la interpretación del ‘espíritu’ de la norma llevaría al espiritismo» (p. 162). Son muy eficaces sus argumentaciones a contrario, como muestra el siguiente ejemplo: «Negar que tenga sentido el esfuerzo por objetivar los principios en que se articula jurídicamente, llevaría a admitir que el nuevo Título Preliminar ha convertido la arbitrariedad judicial en el único fundamento posible del ordenamiento jurídico» (p. 163).
A veces remata brillantemente todo un encadenamiento de razones con una fórmula sorprendente, aunque perfectamente acreditada; verbigracia: «Si analizo la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional español sobre las vías para establecer el auténtico ‘contenido esencial’ de un derecho, encuentro más bien motivo para suscribir la irónica afirmación de que los juristas se dividen en dos grupos: iusnaturalistas conscientes e inconscientes; puesto a asumir riesgos, prefiero hacerlo conscientemente» (p. 218).
La aquilatada experiencia de varios lustros permite llegar a conclusiones como la que recojo a continuación, calificada por su mismo proponente como «maquiavélica obviedad»: «en política todo aquello que no ha de hacerse presente acaba, tarde o temprano, resultando impresentable» (p. 279).
En cuanto a los políticos incapaces de darse cuenta de cuándo ha llegado el momento de decir adiós, nos obsequia con el siguiente destilado de sabiduría: «No parece muy lógico, cuando se discute si un político debe irse a su casa, señalar como fecha más indicada su salida de la cárcel» (pp. 286-7).
Con frecuencia encierra en aparentes juegos de palabras observaciones que bien merecen una detenida reflexión: «no vendría mal plantear derechamente si resulta posible ser tolerantes de verdad o si, por el contrario, la tolerancia exigiría como previa condición indispensable liberarse de la verdad» (p. 322).
Con finos análisis ilumina las contradicciones de una cultura que compra la corrección política a costa de la coherencia lógica: «Lo que […] supone un atentado al pluralismo es afirmar que, dado que la mayoría no puede imponer sus concepciones morales (descalificadas por su contaminación religiosa), la minoría podrá imponer las contrarias que (por no ser religiosas) serían moralmente neutras» (p. 403).
A este tipo de falaces inducciones opone la aplastante fuerza del sentido común: «Tan creyente es quien reconoce un Dios creador como quien considera indiscutible la eternidad de la materia» (p. 404).
Abusar de la retórica y de las argucias dialécticas no sirve para remediar la ausencia de sustancia argumentativa, de manera que finalmente diagnostica Ollero: «El problema es que estos drásticos colegas son sin duda positivistas; se trata de progres de vieja estirpe, que circulan por la izquierda, como los ingleses, y se mueven sin agobios dentro de lo que […] se ha descrito como ‘dictadura del relativismo’. Si al arrojo de optar por la progresía unen la audacia de ser coherentes, el asunto se les complica bastante» (pp. 417-8).
Espero que los fragmentos rescatados, además de ilustrar el estilo literario del libro, sirvan para proporcionar indicios de en qué dirección se mueve el pensamiento del autor. Yo diría que en Ollero el académico, el magistrado o el político no eclipsan al hombre sensato, sino al revés: toda su cultura jurídica y filosófica, todo su compromiso político y todo el realismo aportado por su actividad jurisprudencial han servido para enraizarlo más fuertemente en la tierra nuestra de cada día, en lugar de elevarlo hacia las alturas de una especulación hiperbórea.
Antes de leer este libro yo pensaba que mientras el filósofo teórico intenta abrirse paso entre la maleza de los errores en seguimiento de lo verídico, el jurista, como el filósofo práctico, tienen que bregar más bien con lo bueno y lo malo, con lo deseable y lo aborrecible.
La peripecia existencial de Ollero me ha enseñado que las cosas en realidad son menos simples, porque —como sostenían los metafísicos de antaño— los trascendentales del ser se convierten entre sí, de manera que verdad y bien, así como sus opuestos se entremezclan y no es fácil desenredar la madeja.
A lo largo de una importante carrera como estudioso e investigador, Ollero ha clarificado las complejas relaciones entre derecho y moral, dos realidades del campo del espíritu que ni deben ser confundidas ni tampoco admiten ser divorciadas.
Sobre ese telón de fondo destaca la tensa y a la vez constructiva contraposición entre el positivismo jurídico y el iusnaturalismo, para la que Ollero propone una esforzada, aunque nada convencional, alternativa: «Quizá por mi poca afición al martirio, hace ya tiempo que di por bueno que sólo es derecho el derecho positivo; espero no visitar el infierno por ello. Bien es verdad que lo hice tomando la cuidadosa precaución de reservarme el derecho […] de formular de inmediato alguna inocente pregunta. Por ejemplo: ¿cómo diferenciar el derecho positivo del que no lo es? Si se me responde […] que derecho positivo es derecho puesto, aún me queda otra por formular: ¿quién y cuándo pone el derecho?» (p. 193).
Mucho se me ha escapado de lo expuesto a lo largo del libro, el cual en bastantes ocasiones alcanza un nivel de erudición y complicación técnica que me supera. Pero creo haber aprendido lo siguiente: gran parte de las aporías que salen al paso en este debate tienen que ver con simplificaciones abusivas que reducen a un conflicto unilateral lo que en realidad es una porfía más rica.
Por una parte, la crítica del iusnaturalismo es estéril cuando no se distinguen al menos dos variantes mutuamente incompatibles: la clásica y la racionalista: «La verdad práctica, sin renunciar a los principios objetivos que la hacen verdadera, es siempre una verdad por hacer, que cobra su sentido en una circunstancia histórica y problemática determinada. Ello marca, por demás, la clara frontera entre la prudencia propia del iusnaturalismo clásico y las aplicaciones more geométrico, características del derecho natural racionalista y heredadas por la codificación europea» (p. 332).
A su vez, el positivismo jurídico tropieza con el obstáculo de que el derecho no es una cosa ya hecha, sino en continua necesidad de rehacerse. En este hacer y deshacer el progreso por desgracia no está garantizado a priori.
El filósofo Nagel propuso para la ciencia natural la metáfora de un barco que los propios navegantes van transformando de velero en vapor y de vapor en nave impulsada por motores diésel sin llegar nunca a puerto ni detenerse jamás; pero es una metáfora que no sirve para el derecho, porque a diferencia de la física o la biología, las ciencias sociales no están vacunadas contra descarrilamientos catastróficos.
Ejemplos históricos como los de Hitler y Stalin lo muestran bien a las claras. Ya no nos fiamos de las ideas, y de ahí la crisis del iusnaturalismo, pero tampoco de los líderes carismáticos ni de los movimientos sociales supuestamente emancipadores. En la dependencia que tienen de ellos está el talón de Aquiles del positivismo jurídico.
A falta de soluciones mágicas, Ollero propone algo que me recuerda la fórmula que proponía Edison para la invención: un uno por ciento de inspiración y un 99 de transpiración: «El núcleo central del iusnaturalismo no puede radicar sólo, a nuestro modo de ver, en la fácil constatación de la inviabilidad del positivismo, desbordado siempre por la metalegalidad de lo jurídico. Expresa la convicción de que contamos en este ámbito metalegal con exigencias objetivas de justicia que reclaman positivación jurídica; por problemático que resulte su obligado descubrimiento» (p. 204).
Para finalizar este comentario retomo lo que apuntaba al principio de que el libro de Ollero me había enseñado cuál fue el motivo de mi reticencia a la tradición jurídica de mis mayores: una temprana ocupación con la ciencia natural me había acostumbrado a la comodidad de prescindir de la libertad a la hora de poner en marcha una indagación: ni los cuerpos físicos, ni las sustancias químicas, ni tampoco los vivientes (dejando aparte, claro está, nuestra propia especie) ponen el menor reparo o resistencia a las leyes que formulamos para explicar su comportamiento.
Siempre estuve interesado en la pregunta por la libertad, pero no tanto con el propósito de servirme de ella, sino más bien para averiguar si el mundo físico podría admitir que apareciera en su seno una entidad que la poseyera. Al cabo de más de medio siglo de pesquisas he llegado a la conclusión de que, por increíble que a veces parezca, conviene dar una respuesta positiva a esa pregunta.
No tengo a mi disposición otros cincuenta años para averiguar cómo conviene en concreto hacer uso de ella, pero me alegra mucho haber comprobado que hay cabezas pensantes, como la de Andrés Ollero, capaces de afrontar las dificultades que surgen a la hora de ejercitarla, mientras yo empleaba mi tiempo y energías comprobando que, en efecto, la idea misma no es un mero espejismo.
Juan Arana