Entre el Derecho y la Vida Pública
Andrés Ollero
Aranzadi, 2024
PERSONA Y DERECHO (Early Access 2024) 1
pp: 1-12
ISSN 0211-4526
José Justo Megías Quirós
Universidad de Cádiz
https://orcid.org/0000-000-7492-4992
La Colección Raíces del Derecho ha tenido el acierto de publicar una obra que nos ofrece el iter intelectual de uno de los juristas españoles de mayor notoriedad en el último medio siglo, tanto por su relevancia pública como por sus aportaciones al mundo jurídico desde las perspectivas académica, parlamentaria y jurisprudencial. La monografía recoge parte de los frutos de toda una vida dedicada a la Universidad, sabiamente combinada con las ocupaciones como diputado del Parlamento (diecisiete años) y Magistrado del Tribunal Constitucional (nueve años), para ofrecernos una selección de las publicaciones del autor sobre cuestiones jurídicas de gran calado para lograr una sociedad más humana.
En el capítulo 1 (Años de formación, pp. 17-32) el autor, al hilo de recuerdos sobre el Prof. López Calera, rememora sus primeros pasos en la Universidad de Granada, su investigación sobre Ortí y Lara en el marco del pensamiento del siglo XIX (pp. 22-25) y su primer libro, sobre Merleau-Ponty (pp. 25-29), a quien presenta como “símbolo de un esfuerzo honrado y titánico por avanzar en la búsqueda de una objetividad que ha de ser el tema central de toda filosofía que no ignore la praxis” (p. 29), destacando, no obstante, sus errores. Finaliza con una irónica crítica a la estructuración y acceso del profesorado universitario en aquellos años.
El capítulo 2 (Arthur Kaufmann y Sergio Cotta, pp. 33-120) se puede dividir en cuatro partes. La primera comienza con su estancia en Alemania y el contacto con Kaufmann, Hassemer, Neumann, Schroth, Paul, etc. El resultado sería el libro Derecho y Sociedad. Dos reflexiones sobre la filosofía jurídica alemana actual (1973), del que nos ofrece parte de su contenido sobre la conexión del saber jurídico con la realidad social y las repercusiones sobre ello de la teoría del conocimiento y del concepto de ciencia; sobre cómo la verdad cede terreno a la certeza, arrinconando y sustituyendo la filosofía por una teoría de la ciencia, donde pierde enteros la búsqueda de la verdad del ser por sus últimas causas (p. 34), sobre el positivismo y la moda de la filosofía analítica que aspira a una neutralidad axiológica (p. 37) y reduce la filosofía a un metalenguaje de la ciencia. Para el autor, la hermenéutica del momento “parece encubrir una renuncia a profundizar en el subsuelo ontológico del hacerse de la comprensión” (p. 41). Otras cuestiones sobre las que trata son el racionalismo crítico y asepsia valorativa (pp. 42-45), que encuentra en H. Albert un acérrimo apologista, la teoría crítica y crítica de la ideología (pp. 45-55), con especial referencia a los planteamientos de Habermas y los intentos de armonía de Apel (pp. 50-53) y su teoría antropológica del conocimiento. Para Ollero, con tales propuestas el saber jurídico sufriría un reduccionismo que lo harían prácticamente inútil y la filosofía del derecho carecería de sentido (p. 56). La segunda parte de este capítulo presenta las propuestas, al hilo de las aportaciones de Luhmann, sobre la función del derecho en la vida social (pp. 57-65), sometidas a una crítica que desvela sus carencias. La tercera parte (pp. 65-97) está dedicada, con la visión de Kaufmann de fondo, al papel de la personalidad del juez en la determinación del derecho, el “inevitable protagonismo del juez” en la interpretación de las normas, que contribuirá en el proceso de positivación iniciado por el legislador y ofrecerá soluciones propiamente jurídicas. Critica la visión racionalista procedente de la Modernidad del derecho como sistema, asumida por el positivismo, y la insuficiencia del normativismo jurídico: “el derecho no es norma abstracta sino –ante todo– acto, acción de justicia, un ocurrir real entre los hombres” (p. 73). Muestra su acuerdo con Kaufmann en que la precomprensión del juez es inevitable, pero también imprescindible para hacer justicia con la interpretación y aplicación de las normas por un juez siempre sometido a unas exigencias éticas objetivas que condicionarán sus decisiones. Sin embargo, Ollero discrepa de su planeamiento del derecho porque no lo concibe como un mínimo ético para la sociedad, sino que Kaufmann lo reduce “a un derecho identificado con una ética mínima” (p. 90). También discrepa de su excesivo optimismo en la autoexigencia de los ciudadanos respecto de las exigencias éticas para alcanzar una sociedad justa: el principio de tolerancia propuesto por Kaufmann, en el que todos ceden en algo, termina por situar lo éticamente mínimo “en el ínfimo rasero de mínimamente ético”, con el resultado de que “las víctimas de esa bienintencionada tolerancia serán siempre los más débiles, indefensos y minoritarios, que se verán sometidos a benévolos tópicos de no exigibilidad propiciados por los mayoritarios” (p. 92). Ollero discrepa de tal planteamiento porque, en el fondo, “la idea de un mínimo ético innegociable, heredera del viejo concepto de bien común, indispensable para que la convivencia pueda considerarse realmente humana, va dando paso a una ética de mínimos negociada entre las propuestas en conflicto” (p. 95), por lo que la propuesta de convergencia de Kaufmann queda finalmente reducida a simple consenso que lleva a una ética de situación. Por último, la cuarta parte (pp. 97-117) recoge, tras su estancia en Italia junto a Cotta, una visión definida de la función judicial ante la reducción marxista del derecho a pura ideología y fuerza institucionalizada, y de otros intentos empeñados en defender que la interpretación del derecho positivo es simple técnica que no implica –o no debe implicar– formulación de juicios éticos. Estas páginas están destinadas a mostrar magistralmente las incoherencias en los planteamientos de Kelsen sobre el papel del juez, la interpretación de las normas, la racionalidad del derecho, el valor de las decisiones judiciales, el juego validez-eficacia, etc., con una crítica final al realismo de Ross.
El capítulo 3 (Filosofía del derecho y derechos humanos, pp. 121-144) recoge el análisis filosófico de los derechos humanos o, más bien, el tratamiento filosófico-jurídico de estos derechos. Su primer análisis se centra en el difícil encaje como verdaderos derechos en las corrientes positivistas-legalistas que rechazan la existencia de una realidad jurídica objetiva previa a la ley que les pudiera servir de fundamento, por lo que se ven abocadas a reducir su fundamento al consenso mayoritario reflejado en la aprobación de la Declaración Universal. Analiza a continuación los intentos de las corrientes neomarxistas, que tuvieron más difícil encontrar un fundamento por sus críticas previas a lo que consideraban derechos burgueses. Por último, pone de manifiesto la incongruencia de un intento de fundamentación desde el sociologismo, que no es tal, sino simple justificación de unos pretendidos derechos que cumplen una función conveniente en la sociedad contemporánea. El autor no ofrece en este capítulo su visión sobre el fundamento de los derechos humanos, sino que, ante el fracaso de los mencionados intentos, propone “indagar qué concepción del derecho permitiría considerarlos como algo más que una indefinida sustancia embrionaria o una mentira jurídica piadosa” (p. 141).
El breve capítulo 4 (Entre la vida y la muerte, pp. 145-154) recoge su intervención parlamentaria sobre la modificación de la pena del delito de eutanasia (pp. 145-151), en la que no sólo apostaba por el valor de la vida de todo ser humano y de la solidaridad con los que sufren, sino que premonitoriamente advertía sobre el carácter normalizador del derecho que terminaría conduciendo tarde o temprano a la desvalorización de la vida humana, comoha sucedido recientemente con la despenalización de eutanasia. En esta línea, de apuesta por el derecho a la vida de todo ser humano, lo defiende en los nonacidos con una crítica a la también reciente sentencia del Tribunal Constitucional despenalizadora del aborto e inventora de “un presunto derecho fundamental en honor y gloria de la ideología de género” (p. 154).
En el capítulo 5 (La Constitución entra en juego, pp. 155-190), el autor trata dos cuestiones relacionadas con la Constitución, la naturaleza de los valores superiores constitucionales y el derecho a la intimidad garantizado en uno de sus artículos. Para abordar la primera cuestión, comienza contrastando el antes y el después del título preliminar del Código civil tras la reforma de 1974 en relación al juego del derecho natural y de una jurisprudencia de principios. Si antes de la reforma el Código civil proponía un legalismo total, su modificación abre la puerta a conocer y aplicar el derecho de un modo más abierto, más humano, dando pie a entender los principios generales del derecho como principios previos a la ley, no derivados de esta. En este marco el derecho natural, no el racionalista moderno, sino el “entendido como búsqueda –seguro de encontrar algo que está ahí, pero consciente de lo problemático del resultado– puede servir de motor de una jurisprudencia de principios y, a la vez, de apoyo a la responsabilidad del intérprete respecto a sus resultados, impulsándole a aspirar a una racionalidad práctica” (p. 159). Este mismo planteamiento sería aplicable a la Constitución, reconocedora de unos principios y abierta a que entren en liza otros que ni siquiera menciona, pero que pueden ser esenciales para los jueces en su actuar prudencial. De ahí que examine, en el epígrafe siguiente, cuánto debe la Constitución al normativismo y a la axiología al apuntalar los “valores superiores” del orden constitucional. En discusión con Kelsen y Peces-Barba (pp. 166-169), el autor rechaza que los valores deban considerarse norma jurídica, sino que “funcionan primordialmente como principios, sin que su entrada en juego excluya la de otros con los que están llamados a complementarse” (p. 173), y que pueden llegar a funcionar como normas en la medida en que su formulación en un texto adecuado “permita fundamentar en ellos decisiones, hacerlas previsibles o dar paso a su posterior revisión” (p. 173). Estos valores superiores así entendidos, servirán para cuestionar la legitimidad y validez de las normas que los desconozcan, siempre que tales valores tengan un fundamento que no se resuma en pura racionalidad a priori ni en simple consenso mayoritario, sino en la realidad humana y circunstancial susceptible de ser captada por la razón natural, práctica, prudencial. ¿Es posible advertir un trasfondo iusnaturalista en la Constitución? Ollero enumera determinadas expresiones recogidas en su texto que indican que sí, y que debemos buscar el fundamento de los valores superiores en una realidad ontológica que podemos conocer y que será de gran valor para la legislación y la aplicación prudencial del derecho. En definitiva, “la presencia de los valores superiores en nuestro ordenamiento constitucional aporta fundamento ético-material al pluralismo político. A la vez, resalta la insuficiencia de la teoría jurídica normativista, que hereda del legalismo una visión sustancialista y cosificada del derecho, incapaz de captar su dinamismo ético y su dimensión histórica” (p. 182). La segunda parte está dedicada al derecho a la intimidad personal y familiar, reconocido en el artículo 18 de la Constitución, enfocado también desde la perspectiva de su posible fundamentación positivista (lo que establece la ley) o iusnaturalista (con lo que contamos antes de que lo recoja una ley) en atención a los argumentos esgrimidos por el Tribunal Constitucional en sus sentencias. La admisión de la dignidad como fundamento de todos los derechos fundamentales por el Tribunal Constitucional llevaría a concebirla como “realidad objetiva racionalmente cognoscible” (p. 185), más próxima a planteamientos iusnaturalistas que positivistas, y permitiría el reconocimiento de nuevos derechos, por la combinación entre dignidad y nuevas circunstancias, como ocurriría con la protección de los datos personales. Esta flexibilidad constitucional le sirve para intuir un cierto trasfondo iusnaturalista, que distingue netamente de las posibles modificaciones encubiertas del texto constitucional en sentencias que responden a intereses políticos y que previsiblemente terminarán convirtiendo la flexibilidad en flacidez constitucional.
En el capítulo 6 (A vueltas con el derecho natural, pp. 191-230), desde la consideración de que sólo el derecho positivo es derecho, el autor inicia sin embargo una crítica a los positivismos normativista y legalista basándose en la existencia de unas exigencias jurídico-naturales, valores superiores o principios (toma como modelo el de la igualdad) que, aun no estando recogidos en textos positivos con la naturaleza de norma, deben ser tenidos en consideración por el legislador y el aplicador del derecho para hacer justicia y evitar normas positivas y decisiones judiciales contra natura. Por ello, carece de sentido “plantear la discrepancia entre positivismo y iusnaturalismo como un dualismo jurídico, que nos obligara a optar entre dos ordenamientos jurídicos, uno real y otro deseable. Nos plantea, en realidad, la radical discrepancia entre dos teorías éticas. La que considera que hay contenidos éticos objetivos racionalmente cognoscibles y la que –al excluirlos– parece reducir todo debate ético a un duro conflicto de voluntades sin posible mediación racional” (p. 204). Para Ollero no es necesario apelar a un derecho natural acabado (en estado puro, dirá), porque “toda actividad jurídica nos aparece en realidad como filosofía práctica, que capta y conforma a la vez –‘determina’– esas exigencias objetivas de justicia, positivándolas existencialmente. Positivar el derecho –hacer justicia– es, pues, disponerse a conocer una verdad práctica, inevitablemente por hacer” (p. 205). Sin embargo, esto es negado por los positivistas, que esconden su argumento ético cuando crean o aplican las normas o, a lo sumo, se remiten a los derechos humanos para justificar sin más su opción. “Hay que dar, pues, paso a un iusnaturalismo crítico, que no atribuya al derecho natural lo que con todo acierto niega al derecho positivo: la posibilidad de ofrecerse como acabadamente puesto. Ha de animar, por el contrario, a buscar sus exigencias hasta encontrarlas, positivándolas del modo más ajustado posible al momento y circunstancia en que han de cobrar vida” (p. 208). En la segunda parte de este capítulo trata de responder a la cuestión sobre si cabe aún hoy ser iusnaturalista (pp. 208-229). En ella vuelve a plantear que si se toma como referencia un derecho natural concebido como “un código acabado que pueda oponerse al derecho vigente”, no le parece posible, pero si se concibe como conjunto de exigencias a contrastar en un diálogo abierto y plantear como parte de su contenido esencial el respeto a las reglas del juego democrático, ya sería otra cuestión (p. 209). A lo largo de las páginas siguientes ofrece sus razones por las que se siente incómodo cuando se le etiqueta sin más como iusnaturalista, aunque se cuestiona, dada la existencia de exigencias jurídicas objetivas prepositivas, si se le podría considerar como “iusnaturalista inclusivo” (p. 211) o admitir su adscripción a un “discutible iusnaturalismo” (p. 215). Quizás el problema está en acotar qué y cómo se ha entendido y defendido el derecho natural por parte de algunos autores en las últimas décadas, con confusiones teológicas y tesis maximalistas, de las que Ollero se separa. Pero lo que resulta claro es que no apuesta ni por el relativismo jurídico ni por conceder a legisladores y jueces una libertad absoluta para determinar y positivar como justo lo que se les ocurra, porque la verdad jurídica existe y es posible descubrirla.
El capítulo 7 (Derecho y moral, pp. 231-257) comienza con una crítica al buenismo jurídico, cuyos elementos básicos serían “1. Prohibido prohibir. 2. Tendremos en todo caso, derecho a todo lo no prohibido. 3. No cabe imponer las propias convicciones a los demás. 4. La tolerancia nos exige un máximo reconocimiento de derechos, en lucha contra toda discriminación. 5 Toda desigualdad implica discriminación. 6. Derechos gratuitos” (p. 233). Tras montar certeramente las carencias de cada uno de estos elementos, expone la incoherencia de algunos positivistas que admiten el uso de exigencias suprapositivas para corregir los posibles efectos negativos (injusticias) que puedan derivar de la aplicación de las normas positivas, pero renuncian a buscar su fundamento como manifestación del criticado buenismo, y que el autor reduce a simple oportunismo político para navegar en las aguas de lo políticamente correcto. “La única alternativa real al buenismo es mostrar el coraje cívico suficiente para proponer una teoría de la justicia basada en un razonado concepto de la vida buena, y ejercer la paciencia democrática suficiente para lograr argumentarla de modo convincente” (p. 240). La segunda parte del capítulo se centra sobre la relación o separación entre derecho y moral. “Se trataría de establecer dónde termina la moral y dónde comienza el derecho; hasta dónde debe llegar uno y otro” (p. 241), pero el “empecinamiento en plantear la relación derecho moral como un problema de fronteras es fruto también del normativismo dominante en la teoría jurídica” (p. 244) que habría que superar, pues “derecho y moral no son dos tipos de normas (aunque las impliquen) sino dos dimensiones de la existencia práctica del hombre; dos maneras de dar y captar el sentido de la realidad que le rodea y de la suya propia” (p. 244). El derecho no puede dar sentido último a la vida ni puede obligar a ser bueno, algo que corresponderá a la moral o a la ética, pero aspira al menos a lograr un ámbito de convivencia social adecuado para todos, y para ello no tendrá más remedio que fijar un mínimo ético, sin el que “no sería posible dar sentido alguno a la vida social” (p. 246) a menos que no importe caminar por sendas inhumanas, pues “cuando la vida humana y otros valores básicos no merecen respeto, la convivencia ha dejado de ser humana” (p. 248). El problema clave es, pues, cómo articular de forma práctica derecho y moral en la vida social. Ni el autoritarismo, que trata de imponer una moral determinada, ni el permisivismo, que permite obviar exigencias morales objetivas que hacen posible la convivencia, son soluciones al problema. “La solución deseable, asumiendo sus inevitables limitaciones, nos parece el logro de una articulación democrática de moral y derecho. Si toda delimitación del derecho implica una opción moral, esta ha de surgir del consenso intersubjetivo de los ciudadanos. No porque rechacemos la posibilidad de principios morales objetivos, sino porque descartamos su imposición autoritaria, como consecuencia de uno de ellos: la dignidad humana” (pp. 250-251). Ollero no desconoce las limitaciones formales y de contenido de este planteamiento, pero entiende que es mejor que sus alternativas, y que serviría para superar la falsa diferenciación entre ética privada y ética pública que persigue excluir del ámbito público cualquier convicción de “parentesco religioso” (p. 256).
El capítulo 8 (Del ámbito académico a la actividad política, pp. 259-296) nos ofrece en la primera parte, desde la experiencia personal del autor, un análisis de determinados aspectos que afectan a los parlamentarios, como el alcance de su representación, sus responsabilidades y el papel de la opinión pública, planteando al hilo de la jurisprudencia constitucional algunos problemas de delicada solución como son el transfuguismo, el peso del sistema de listas cerradas y la autenticidad del pluralismo democrático (pp. 259-276). La segunda parte afronta la delicada cuestión sobre responsabilidad de los políticos y razón de Estado (pp. 277-295). La relevancia que se otorgue al comportamiento ético de los políticos, al cumplimiento de las obligaciones derivadas del Estado de Derecho, a la transparencia en la actividad pública para poder ejercer un control sobre el poder, a la publicidad de las actuaciones como criterio básico de legitimación política, a la legitimidad del secreto en determinados campos en razón del interés público, etc., pueden tener una gran repercusión sobre los derechos constitucionales de los ciudadanos. El político no es un ser al margen de la ética y de la legalidad constitucional, por lo que, para el autor, la responsabilidad política les obliga a dimitir cuando pueden perder la confianza que los ciudadanos han depositado en ellos y, por supuesto, a responder ante los tribunales cuando sea el caso.
El capítulo 9 (Sin olvido de la Universidad, pp. 297-352) recoge en primer lugar una irónica crítica a los procedimientos de acceso al funcionariado universitario (pp. 297-302). A continuación vuelve sobre la naturaleza jurídica de los valores superiores y principios (pp. 302-316), tomando como eje el de igualdad y no discriminación como ya hiciera en el capítulo 6. Al hilo de nuevas sentencias del Tribunal Constitucional sobre históricas diferencias en el reconocimiento de derechos (en particular laborales) al hombre y la mujer, destaca el papel de los magistrados a la hora de aplicar el principio de igualdad haciendo encaje de bolillos en numerosas ocasiones, lo que lleva al autor a afirmar que “disfrazar de aplicación lo que es invención hermenéutica sería condenarse a cerrar los ojos ante los auténticos perfiles de la realidad jurídica” (p. 316). La tercera parte de este capítulo se centra sobre la tolerancia, la verdad y la libertad. Comienza con el análisis de cuatro dilemas, Ilustración-autoridad, progreso-tradición, crítica-dogma y secularización-confesionalidad, en los que el segundo término sale perdiendo en aras de una supuesta tolerancia a la que poco importa la verdad o el conocimiento objetivo de lo ético (pp. 317-321), propuesta en la que “Kelsen se ha convertido en arquetipo de esta identificación entre la tolerancia y la negación a todo principio ético de una realidad objetiva que pueda hacerlo racionalmente cognoscible” (p. 323). De forma incoherente, la sociedad rechaza la existencia de valores absolutos mientras erige en absoluto el respeto al otro para justificar la tolerancia de cualquier opinión ajena, individual o mayoritaria por aquello del pluralismo democrático. Para el autor, “la tolerancia, lejos de descartar previos conceptos objetivos de lo verdadero y lo bueno –o de sus antagónicos– los exige. Esto la hace incompatible tanto con el escepticismo, que les negaba toda realidad objetiva, como con el nocognitivismo, que no dispondría de razones para ponderar ni preferir un valor sobre otro. La tolerancia no sólo exige un punto de referencia razonable; implica incluso la simultánea existencia de dos, necesitados de ponderación: el que empuja a considerar que la conducta sería digna de desaprobación y el que plantea la razonabilidad de una excepción” (p. 328). La tolerancia es, pues, incompatible tanto con el relativismo como con el fundamentalismo. El conocimiento práctico, prudencial, de la verdad es posible mediante una búsqueda compartida, como sucede en los órganos judiciales colegiados, sin reducirla a un simple consenso mayoritario que se impone sin más sobre la minoría. Tampoco se puede justificar la tolerancia sobre una falsa libertad absoluta, identificada con poder elegir cualquier cosa (falsa idea de progreso), pues lo esencial de la libertad es poder hacer más sabiendo elegir lo mejor entre las múltiples opciones. Frente a quienes niegan la posibilidad de aportar argumentos éticos o religiosos al debate público (clara intolerancia), propone como “más razonable que demos paso a un generoso ámbito de tolerancia civil, sin argumentos de autoridad, pero también sin soterrados anatemas contra quienes buscan la verdad (convencidos de que existe) y se esfuerzan por proyectarla en la convivencia para hacerla más humana” (p. 339). Coincide con otros autores citados en que la tolerancia no puede ser indiscriminada, que no cabe tolerar lo intolerable, lo que exige establecer “esa frontera más allá de la cual la tolerancia perdería todo sentido” (p. 341) y se convertiría en mero indiferentismo hacia los valores objetivos: nunca podría tolerarse la violación de los derechos de los demás ni de las exigencias éticas objetivas que hacen posible y humana la sociedad. “Ser tolerantes no es desembarazarse de la verdad y el bien para poder así ignorar plácidamente el error y el mal. Ser tolerante es ser capaz de ver en el otro siempre a una persona, portadora de intangible dignidad, sea cual sea el juicio que sus opiniones o sus conductas merezcan” (p. 349).
El capítulo 10 (Libertad religiosa, laicidad del Estado y laicismo, pp. 353-404) se centra desde el principio en el artículo 16 de la Constitución y la superación jurisprudencial de la libertad religiosa negativa como protección frente a las injerencias en este ámbito y en el reconocimiento de su dimensión prestacional que exige la cooperación con las confesiones religiosas. En las primeras páginas (pp. 355-361) critica a quienes tratan de reinterpretar el citado artículo para reducir la libertad religiosa al ámbito privado y negarla en el público, al tiempo que rechazan la obligación del Estado de promocionar esta libertad.Es la mentalidad que denominará más adelante como laicista, “que tiende aestablecer una drástica frontera entre lo público y lo privado, confinando en este último ámbito cualquier manifestación religiosa” (pp. 362-363), pero es la propia Constitución la que la reconoce en el ámbito público, permitiendo tanto las manifestaciones personales como las asociaciones religiosas. La laicidad del Estado no puede traducirse en hostilidad a las creencias religiosas en el ámbito público, sino, en primer lugar, en respeto de esta libertad en todos los ciudadanos porque es un factor social que forma parte del bien común, y, en segundo lugar, como laicidad positiva reconocida por el Tribunal Constitucional, en la colaboración con las confesiones religiosas. Quienes defienden el Estado laicista presentándolo como neutral, lo que defienden en realidad es un Estado neutralizador del factor religioso para acomodar la sociedad a sus propios intereses, a unas ideas con gran frecuencia antirreligiosas con las que se encuentran más a gusto. Por último, aborda la cuestión el respeto a la igualdad de trato a todas las confesiones, en la que ni el Tribunal Constitucional ni el autor ven riesgo alguno, pues, al tratarse de un factor social, y por lo tanto medible, será preciso “adoptar una igualdad de proporcionalidad” (p. 387) que evite cualquier discriminación y diferencia de trato no razonable e injustificado. La segunda parte de este capítulo (pp. 392-402) afronta de nuevo la diferencia entre justicia y tolerancia, entre derecho y privilegio ante determinadas opciones individuales controvertidas éticamente en la sociedad actual, y, en particular, la restricción de la libertad de expresión al penalizar las manifestaciones de opinión ética discordante con tales opciones minoritarias. Para el autor, “esa minoría pasaría –incluso contra la opinión mayoritaria– a imponer a todos sus convicciones de modo extremadamente coercitivo, desmintiendo el tópico planteamiento de que la permisividad a nadie condiciona” (p. 402).
El capítulo 11 (Adiós al parlamento, regreso a la universidad. La Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, pp. 405-419) comienza con una crítica al intento por parte de algunas corrientes, entre ellas el realismo escandinavo, de “sustituir el protagonismo de la justicia, como punto de referencia de lo jurídico, por el de la seguridad” (p. 406). Tras mostrar sus puntos débiles sobre el papel y valor de la interpretación de las normas, concluye que “autoconvencerse de que disponemos de un método de aplicación [de la norma] meramente técnica, capaz de brindarnos certeza y seguridad, no sería sino encubrir con una máscara ideológica la práctica jurídica real, maquillándola” (p. 409). El derecho no puede ser reducido a la ley, identificada además con la voluntad del Estado, sino que incluye unos principios jurídicos de los que se servirá la razón práctica para llegar a discernir lo justo sin prescindir de las normas positivadas. Ello supone abrir una “ventana” al derecho natural clásico, no al racionalista de la Modernidad, en un intento de lograr la justicia material, que permita ajustar las relaciones sociales, y no meramente procedimental (p. 410), y a la necesidad de la virtud de la prudencia en el jurista, que nunca será un mero aplicador mecánico de las normas a las situaciones jurídicas (p. 411) porque, al conocer los hechos objeto de examen, lo primero que hará no será buscar subsumirlos en una norma existente, sino un juicio práctico de valor sobre tales hechos para buscar la solución justa (pp. 412-413), pues “la actividad jurídica tiene más de búsqueda activa de una solución real, que de aplicación técnica de una receta previa” (p. 415). Finaliza el capítulo con un irónico artículo sobre la objeción de conciencia y la desobediencia civil (pp. 417-419) en el que contrapone la justificación de ambas por reconocidos positivistas como González Vicén y Norberto Bobbio frente a los partidarios del positivismo ideológico que descartan la posibilidad de desobedecer cualquier norma positiva, tengan el contenido que tengan.
El capítulo 12 (Un encuentro en Villa La Collina, pp. 421-433) recoge su discurso en la Universidad de Alba Iulia con motivo de su investidura como doctor honoris causa, en el que el autor diserta sobre el papel de la razón en el derecho, sobre la existencia de la verdad objetiva y las consecuencias del relativismo, sobre la necesidad de fundamento de los derechos humanos, sobre los contornos de la libertad, sobre la existencia de principios jurídicos universales y sobre la posible competencia universal de los tribunales internos de los Estados. Todo ello para poner sobre la mesa que Europa debe plantearse seriamente si continúa moviéndose en el plano de lo políticamente correcto o se posiciona en favor de los principios jurídicos universales.
El capítulo 13 (Elección como magistrado del Tribunal Constitucional, pp. 435-480) destaca en un principio la labor de autocontención del Tribunal Constitucional frente al quehacer de los tres poderes del Estado y los riesgos que puede correr el principio de legalidad, aportando como ejemplo la reforma legal de 2007 para la admisión de los recursos de amparo (pp. 435-442). Ello da pie para comentar a continuación ciertos enfoques de las corrientes neoconstitucionalistas y el empeño de algunos autores en reducir los principios jurídicos universales al ámbito moral, cuestionando si su uso en los razonamientos jurisprudenciales se ha convertido en una nueva vía para dar cabida al derecho natural. El autor contesta a tales afirmaciones para admitir que, efectivamente, en los razonamientos prácticos entran en juego principios objetivos y universales no positivados, pero que, lejos de ser morales, son netamente jurídicos (pp. 443-456). La última parte del capítulo está dedicada a comentar ejemplos concretos de la aplicación de estos principios, recogidos o no en la Constitución, por el Tribunal Constitucional a situaciones reales difíciles o reguladas por legislación ya desfasada por el cambio de realidad social, y a mostrar que el quehacer jurisprudencial se fundamenta en numerosas ocasiones en tales principios, aunque no estén recogidos o desarrollados por la legislación positiva. Concluye con una referencia a los votos particulares que presentó durante sus nueve años de magistrado, que dicen mucho a favor de su buen hacer como magistrado y de su independencia personal al ejercer sus funciones.
La monografía recoge y ordena una selección de artículos, capítulos de libros y artículos de prensa que ofrecen una interesante visión del derecho y de la misión de este en ayudar a conformar una sociedad en la que todo ser humano pueda vivir con libertad y respeto hacia los demás, sin prejuicios que arrinconen a determinados sectores por la vía del autoritarismo. El lector disfrutará con el estilo irónico del autor que hace más grata la lectura incluso en las cuestiones más profundas.
José Justo Megías Quirós
Universidad de Cádiz
josejusto.megias@uca.es
https://orcid.org/0000-0002-2245-7971