El poder de los tribunales
Tribuna abierta
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En 69 ocasiones he dejado constancia de mi ir por libre discrepando de la mayoría. Lo he hecho casi en el mismo número de ocasiones sobre sentencias que tenían mayoría ‘conservadora’ que con otras con significativa presencia ‘progresista’.

En la esencia de la democracia está la sumisión de todos a la ley, que ha sido aprobada como expresión de la voluntad popular, a través de los cauces establecidos en la Constitución. Pero las leyes carecerían de sentido, si no hubiera quien impusiera su cumplimiento en un territorio», sostiene Miguel Ángel Recuerda.

El catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Granada ha conseguido reunir a treinta y cinco profesionales relacionados con la vida judicial, para analizar las variadas facetas relativas al funcionamiento de los tribunales. Sugería a los invitados que las aportaciones –de unas siete páginas de extensión– se redactaran en un lenguaje sencillo, propio más bien de artículos periodísticos.

En lo que a mí respecta, me propuso un tema no poco arriesgado: «Tribunal Constitucional, ideologías y política». Me lo pensé un tanto, pero –después de haber publicado abundantes textos con metáforas taurinas– lo menos que podía hacer era entrar al trapo.

Si por ideología se entiende disponer de alguna idea en la cabeza –o incluso hacerlo de modo organizado y coherente– podría resultar insultante poner en duda que todo protagonista de cualquiera de esos poderes dispone de algún tipo de acompañamiento ideológico.

La cuestión se complica si calificamos a dichas ideas como políticas. Nada más noble imaginable que aportar algo a la política; entendida como contribución al bien común, en un marco de pluralismo, reconocido en las primeras líneas de la Constitución como uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico. Sin embargo, la política y el hacer política tienden a rebajarse algunos grados en la sesera popular cuando entran en juego instituciones tan indispensables para el logro de una convivencia democrática como los partidos políticos. El asunto cobra particular alcance cuando, como ocurre con el Poder Judicial y –dada su relevancia jurisdiccional– con el propio Tribunal Constitucional, la imparcialidad se convierte en virtud radicalmente exigible a sus protagonistas.

Aplicados a tales gremios, el término politización cobre un aire amenazador capaz de competir hoy con el de coronavirus. Esto puede explicar que –como suele haber gente para todo…– no falte quien pretenda evitar tal plaga, exigiendo que no se recurran desmanes ante las instancias judiciales, o se indulten, para evitar que se pongan en cuestión algunas de sus ocurrencias, nada exentas de poderío.

Cuando llegué al Tribunal me documenté de inmediato sobre mis posibles incompatibilidades. Tenía muy claro que la militancia política no lo era, pero tuve el acierto de presentar amablemente mi baja en el partido.

No para evitar lo ya señalado; no soy tan ingenuo. Simplemente para sentirme más cómodo.

A partir de ahí, trabajé no poco y –como es lógico– según mi buen saber y entender. Como no creo que esto bastara para dejar a salvo mi independencia, he optado por una iniciativa sin conocido precedente: la editorial Tirant lo blanch tiene ya en imprenta mis ‘Votos particulares’. En 69 ocasiones he dejado constancia de mi ir por libre –más veces solo que en compañía de otros– discrepando de la mayoría. Lo he hecho casi en el mismo número de ocasiones sobre sentencias que tenían mayoría ‘conservadora’ que con otras con significativa presencia ‘progresista’.

También explicaré a qué votos particulares ajenos me he adherido, que adhesiones a mi vez he recibido y cuántas veces he coincidido con tirios o troyanos discrepando de la mayoría, aunque con votos de dispar argumentación.No me preocupa que me hayan colgado el sambenito de conservador. Me basta con recordar a mi paisano y casi vecino –he nacido en calle Jerónimo Hernández– Antonio Machado, cuyo ‘Juan de Mairena’ tengo por libro de cabecera: «¿Conservadores? Muy bien. Siempre que no lo entendamos a la manera de aquel sarnoso que se emperraba en conservar, no la salud, sino la sarna. Porque este es el problema del conservadurismo: ¿qué es lo que conviene conservar?».

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