«Una amnistía no generalizada sería sin duda motivo de sinsabores varios, frustrando el ambiente de jubileo reinante y poniendo en peligro alguno de los votos erráticos»
Parece claro —para el ministro Puente— que, si alguien quiere hacerse con el Estado de golpe, solo tropezaría con un incómodo obstáculo: los tribunales. De ahí su magnánimo empeño: «Queremos sacar esta situación de los tribunales y que no haya consecuencias penales para las personas que participaron en estos hechos».
Hay que contar, como es lógico, con la mayoría parlamentaria necesaria, lo que —aunque sea por primera vez— no exige ni haber ganado las elecciones. Todo consiste en saber encontrar el precio oportuno para reunir el quorum de votos erráticos indispensable.
Puestos a ello, parece resultar aconsejable poner en marcha una amnistía, dado que los antecedentes penales no suelen constituir situación escasa entre las posibles fuentes de procedencia. Todo consistiría pues en hacer uso de un Legislativo, cuyos miembros -aparte de haber jurado o prometido públicamente ocurrencias varias- se han comprometido a dar por inexistente el artículo 67. 2 de la Constitución, que los libera de verse sometidos a cualquier intento de «mandato imperativo»; aunque no falte alguno de tan fina conciencia como para considerar «inmoral» hacer uso de dicha libertad.
Es cierto que amnistía es palabra mayor, al equivaler, como se ha recordado, no a perdonar —aprovechando la inminente semana santa— a algún confeso y arrepentido delincuente, sino aprestarse a pedir perdón a una colección de infractores, que se vanaglorian de sus hazañas y profetizan que las repetirán en cuanto escampe.
La situación no pinta fácil, pero resulta accesible si se controla el poder legislativo, que para eso está: para hacer las leyes que consideren oportuno los que mandan. Cierto es que los constituyentes descartaron reiteradamente la constitucionalidad de leyes de dicha ralea, consideradas superfluas tras haberse aprobado la amnistía considerada legítima, como acta de conciliación que daba por terminados decenios de conflicto civil. Pero eso eran melindres de entonces, solo válidos para devotos de la transición, incapaces de saborear las ventajas progresistas del establecimiento de un muro, que ponga fin al fastidio de la alternancia democrática.
Aun así, siguen surgiendo dificultades, si se tiene en cuenta que algunas de las hazañas en juego serían problemáticamente amnistiables, dada su vecindad al terrorismo o a otra suerte de ocurrencias económicas rebosantes de iniciativa. Habrá que admitir pues que no cabrá amnistía para todos; especialmente, si no se olvida que la Constitución, auténtica fábrica de problemas, rechaza expresamente —artículo 62, i)— los indultos generales. Si la amnistía era ya dudosamente constitucional, más lo sería convertida en general.
No nos ahoguemos en un vaso de agua. Una amnistía no generalizada sería sin duda motivo de sinsabores varios, frustrando el ambiente de jubileo reinante y poniendo en peligro alguno de los votos erráticos. Pero procedamos con orden. Tendríamos ya -legislativo mediante- una ley de amnistía, cuyo amplio alcance no pudiera ser acusado de general, que contaría —según dan por descontado los interesados— con el oportuno visado de constitucionalidad.
Solo nos queda pues ocuparnos de los no beneficiados por el jubileo, que serán sin duda una minoría residual. Habrá que tranquilizarlos para que no se precipiten hacia los poco fiables tribunales, que consideran que el progresismo es delito; no faltarán tampoco abogados al acecho… Ha llegado la hora de que entre en juego el Gobierno, que tendrá al fin que dar la cara. El rompecabezas acabará encajando. Maneja las prerrogativas de gracia, indulto incluido, siempre que no pueda ser acusado de general. Como ya los que nos quedan son casos residuales, susceptibles de análisis específicos, no habrá problema para adjudicar a cada uno el perdón no solicitado; tampoco que hay exagerar…
No poco lo agradecerán los propios jueces, que verán reducida su intervención a redactar un informe no vinculante, con lo que el ministro Puente podrá ver coronada su decisiva intervención; con esa eficacia que no está por el momento logrando exhibir en el complejo manejo de la red ferroviaria.