«Prueba de lo falso del argumentario es que no ha faltado quien afirme que no es necesario declarar la independencia de Cataluña. Bastaría con ejecutar la que ya se votó en histórica sesión»
Algunos años de experiencia política no me consiguieron acostumbrar a asumir que las cosas no son como son, sino como parecen. De ahí que, cuando uno de esos mensajes inesperados –que los diarios ‘on-line’ nos proyectan al móvil– me ‘informó’ de que la Comisión de Venecia había avalado plenamente la amnistía, no pudiera evitar un mal augurio: lo que faltaba…
Menos mal que el cotidiano ABC, que sigo manejando también en papel, me permitió volver pausadamente a la realidad. Pude comprobar que se trataba de un relato más, de los que enhebran los que siguen convencidos de que no compensa hacer las cosas bien; basta con conseguir que lo parezca. Eso de la veracidad como condición del legítimo ejercicio del derecho fundamenta la comunicar información –art. 20 d) CE– para el que se lo crea…
Vengo coordinando una serie de seminarios sobre jurisprudencia constitucional en el Instituto de España, que –como es poco sabido– coordina en lo necesario las actividades de las diez principales Reales Academias. Los sacan adelante profesores de la Complutense y de la Rey Juan Carlos, para poder armonizar así la selva de calendarios y horarios que marcan el ritmo de nuestras universidades y reunir hasta unos ochenta alumnos, en jornadas matutinas o vespertinas.
La última reciente sesión tuvo como objeto una de las sentencias sobre el popularizado ‘procés’: la 259/2025, que correspondió analizar al profesor Martínez Muñoz. No era para mí nada novedosa, porque me cupo el honor de ser su ponente. Salió por unanimidad, gracias a haber sido consensuada previamente por una reducida comisión de magistrados, que coordinaba Cándido Conde-Pumpido. Al releer su texto, tropecé con las raíces del ‘relato’ en todo su esplendor. Las alegaciones del Parlamento catalán afirmaban que lo que habían afanosamente debatido –y votado– no tenía ‘naturaleza jurídica’ y, en consecuencia, no podía ser objeto de recurso alguno. Se trataba de meras aspiraciones ‘políticas’, sin mayor trascendencia; o sea, una malversación de fondos públicos en toda regla, porque un parlamento no es un ateneo.
Prueba de lo falso del argumentario es que no ha faltado quien afirme que no es necesario declarar la independencia de Cataluña. Bastaría con ejecutar la que ya se votó en histórica sesión. La ventaja de los relatos es que se prestan a resurrecciones o incluso –por lo que se ve– a reencarnaciones. Al parecer, en aquella ocasión sí que tenía naturaleza jurídica. Que tan gloriosa circunstancia durara lo que duró, terminando en las fugitivas tinieblas de un portamaletas, es mera anécdota; porque un relato lo aguanta todo.
Volviendo al filtrado borrador de la Comisión veneciana, es de alabar el rigor de su planteamiento. Heredando las maneras de los tribunales constitucionales, muestra un particular respeto a las competencias ajenas. Deja bien claro que no pretende establecer si la amnistía puede considerarse legal; para eso ya está el parlamento español. Tampoco pretende pronunciarse sobre la constitucionalidad de la medida, porque «le corresponde decidir al Tribunal Constitucional». Posibles cuestiones prejudiciales ante el Tribunal de la Unión Europea convierten en lejano su entrada en juego, aunque los diseñadores de relatos den ya por hecho que contarán con siete votos que suscriban su guión.
No deja de ser significativo que, después de no poco esfuerzo por encontrar algo que sonara a positivo en la huidiza proposición de ley –los proyectos de ley son más rígidos y entorpecen los relatos–, lo único con aire positivo que cabe encontrar en el dictamen de la Comisión es que «la unidad nacional y la reconciliación social y política son objetivos legítimos». Tras aludir a tan bellísimo buen deseo, pasa luego a ir desgranando los escasos motivos disponibles para poderse tomar en serio tal propósito; cuando lo que se postula es una unilateral fragmentación.
Pero los relatores prefieren hacer autostop a la góndola, confiando mucho –quizá demasiado– en el más que moderado afán de lectura del español medio. Con poco realismo, han apostado por que el estruendo de la caricatura de borrador disparada por los conductos informativos gubernamentales anulara cualquier intento de acabar contándole al ciudadano lo que la Comisión había dicho en toda su integridad. Pude comprobarlo cuando una realmente insigne jurista –demasiado atareada para disfrutar del periodismo de detalle– me reconoció que lo había dado por avalado; tras recibir tal mensaje ‘informativo’ de una televisión de turno.
No resulta inocua la advertencia de la Comisión de que el criterio para aplicar una amnistía «no esté diseñado para cubrir a individuos específicos»; cuando es de todos bien sabido que de lo que se trata es de comprar siete votos; por si a alguien se le ha olvidado, se nos recuerda ahora que Sánchez va a modificar su proposición de ley para ofrecer garantías a Junts. Situación no muy acorde con la observación veneciana, que –por si fuera poco– considera oportuno recordar que el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas pone en guardia ante la posibilidad de que los perpetradores o las instituciones responsables se concedan a sí mismos o a sus miembros inmunidad procesal; aunque solo lo considere habitual en vísperas de una transición política, que no parece ser nuestro caso.
Se muestra igualmente bien informada cuando alude a la «profunda y virulenta división entre la clase política, las instituciones, la justicia, los expertos y la sociedad» española, hasta el punto de considerar que «la viva controversia que ha suscitado este asunto sugiere que sería preferible, llegado el momento, regularlo explícitamente mediante una enmienda constitucional». La intensidad del relato cobra fuerza con el apoyo artillero de medios de comunicación que se autoconsideran independientes. Uno de ellos titulaba sin sonrojo: «la Comisión de Venecia avala los argumentos de la ley de amnistía»; solo lo matizaba añadiendo que «critica que se tramite de urgencia», aludiendo al consumado regateo al Consejo de Estado y demás órganos consultivos. En efecto, a su juicio, «los procedimientos de urgencia no son apropiados para la adopción de leyes de amnistía, dadas las consecuencias de largo alcance y la naturaleza a menudo comprometida de esas leyes». A la vez –en un envío matutino con aire de editorial con firma– el mismo medio se apuntaba a la manoseada ‘lawfare’ señalando, que «justo cuando PSOE y Junts acercan posiciones para reactivar la ley de amnistía, el Tribunal Supremo ha lanzado contra la mesa de negociación un nuevo torpedo judicial»; al limitase su Sala Segunda a admitir procesalmente el estudio de la posible consideración como terrorismo de hechos que se pretende amnistiar. Ajena a tales juicios de intenciones, la Comisión no duda en señalar que son los jueces los que «deberían decidir qué individuos específicos cumplen los criterios generales determinados por el Parlamento para la aplicación de la amnistía».
SOBRE EL AUTOR
ANDRÉS OLLERO
es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas