A modo de introducción
Andres Ollero
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Nadie publica un libro sin motivo. En este caso su mismo título anuncia ya a un doble protagonista. El primero -el derecho– se autopresenta con notable soltura. Tenemos en las manos una amplia colección de reflexiones filosófico-jurídicas, que aportan ya el perfil de su autor, que detectó desde su época estudiantil una particular querencia a la dimensión teórica de los problemas jurídicos. De ahí derivaron las etapas habituales en una trayectoria académica: elaboración de una tesis doctoral, acompañada de una Ayudantía -más personalmente formativa que otra cosa-, dado lo simbólico de su retribución. Daría luego paso a una Adjuntía, por entonces sin alcance funcionarial, que habilitaba para llevar a cabo actividades docentes durante cuatro años, prorrogables por otros tantos.

La búsqueda de una más neta profesionalización de este periodo formativo motivó la creación de un nuevo cuerpo de funcionarios: los Profesores Adjuntos, en el que encontraron fácil acogida los que ya se habían integrado en la etapa anterior. El siguiente objetivo a alcanzar sería pues la cátedra; pero los vericuetos de la política universitaria llevaron a pensar -en términos casi bíblicos- que no es bueno que el catedrático esté solo; lo que llevó a poner en marcha un nuevo y efímero cuerpo funcionarial -los Profesores Agregados- al que cabía acceder tras superar pruebas idénticas -en duración y dificultad- a las de los aspirantes a la cátedra.

El segundo protagonista del libro es la vida pública, lo que exige alguna aclaración. Situados en los años sesenta, la inmensa mayoría del profesorado se dedicaba de modo exclusivo a la investigación y la docencia. Era bastante excepcional -salvo en ciudades de notable vida mercantil- optar por una compatibilidad con el ejercicio de la profesión a través de la abogacía.

Sin embargo, la vida pública a la que el título del libro nos remite no será fruto de una bifurcación profesional a la búsqueda de pluriempleo. Se trataba, por el contrario, de desbordar los, por entones, estrechos muros universitarios, en línea con lo que pronto se calificó como extensión universitaria.

Nada hacía pensar que yo acabara desempeñando cargo público alguno, pero sí despertaba en mí ya la necesidad de comunicar las propias ideas a los demás. Con dos cursos de derecho en la Universidad Hispalense, marché a Barcelona para iniciar también económicas. Obligada duplicidad, que anunciaba el doble grado de Administración de Empresas y Derecho, que distingue hoy en ese ámbito a los alumnos con pretensiones. Allí vi, por vez primera, mi firma en letras de molde, en una revista universitaria del Colegio Mayor catalán al que me había desplazado para intentarlo.

La transición democrática incentivó, siendo ya docente en Granada, esa vertiente. En julio de 1976 publiqué, en el diario granadino IDEAl, una tripleta de artículos de opinión. Le fui cogiendo gusto al asunto. Una semana antes de promulgarse la Constitución, cuando ya había firmado una quincena, salté al ámbito nacional con mi primera tribuna en ABC; el diario en el que, prácticamente, había aprendido en Sevilla a leer. Dos años después lo haría por vez primera en El País. En mayo de 2004, habiéndome curtido ya en el parlamento, debuté en una Tercera de ABC, ese espacio que Ramón Tamames ha caracterizado -a los más fieles seguidores de sus andanzas- como “la página más apreciada de la prensa española”.

Lo que me empujaba a escribir era un intento de ampliar el auditorio, más allá del centenar largo de alumnos que poblaban un aula; esa que me permite presumir hoy de tener dos alumnas convertidas en magistradas del Tribunal Constitucional; que además dan fe de que mis clases no eran precisamente adoctrinadoras. Ese mismo afán me llevaría, cuando ya llevaba varias legislaturas parlamentarias, a no aceptar la presidencia de una Comisión, con incremento económico, secretariado y eventual coche de incidencia, por una sencilla razón: había ido allí para poder hablar, más que a conceder la palabra a los demás.

Sin duda, este afán de dialogar fue el que había influido en que -sin que se me hubiera pasado por la mente- me viera encabezando en 1986 una candidatura al Congreso; esto me dio pie a experimentar un nuevo género: la entrevista. La primera tuvo lugar años antes, cuando yo era aún un modesto profesor adjunto, hoy llamados titulares. Mereció, sin embargo, un rótulo profético: “Estoy convencido de que cuando los socialistas se consideren en condiciones de gobernar abandonarán su confesionalidad marxista”; ocho meses después, el fugazmente dimitido Felipe González lograba convencer de ello a sus huestes.

Una característica de buena parte de esas entrevistas era tener como motivo que acababa de presentar un libro. No se estila mucho que los diputados practiquen tal función, pero me había comprometido conmigo mismo que a mi tarea política no me apartara de la universidad. Mantuve siempre un seminario de jurisprudencia constitucional, con los alumnos que algunos amables colegas me proporcionaban. De ahí salieron libros sobre derechos humanos, discriminación por razón sexo, ¿tiene la razón el derecho? (editado por el Congreso), intimidad y protección de datos, un Estado laico, derecho a la vida y derecho a la muerte… A la vez esto me fue pertrechando con el estudio de una buena ración de sentencias que me serían luego muy útiles en el Tribunal Constitucional.

Lo resalto como fruto de una contradictoria experiencia: cómo me alegra encontrarme con algunos de los miles de jóvenes a los que atendí como alumnos, cuando me los encuentro convertidos en profesionales de prestigio. Me duele, por el contrario, ver como otros -prometedores- se zambullen tempranamente en un partido, para hacer presuntos ‘méritos’ y acaban -faltos de la madurez que da el trabajo serio- alimentando el deterioro de la clase política, que tanto desconcierta a los ciudadanos.

Cuando llegué al parlamento me propuse que no pasara una semana sin que mis electores tuvieran prueba de mi existencia. Me lo posibilitó, por una parte, una modalidad aparentemente ingrata: las preguntas al Gobierno con respuesta escrita; por otra, la receptividad de los medios de comunicación. Entre preguntas y respuestas, siempre había motivo de comentario. Algún imaginativo llegó a preguntarse quién era mi jefe de prensa, cuando -en aquellos comienzos- los diputados de a pie no tenían despacho, ni individual apoyo de personal, sino que imitaban -si les daba por trabajar- al legendario Juan Palomo.

La verdad es que, sin considerarme un Tierno Galván, era frecuente que en el Congreso me llamaran profesor, lo que pudo dar pie a algo sin precedente: la doble publicación por la institución de mi amplio trabajo académico más citado y, más tarde, con motivo de mi jubilación, la de un libro de dos mil setecientas páginas en el que participaron más de un centenar de profesores, la tercera parte de ellos extranjeros. Recuerdo que en su presentación -ya preocupado por la posible vacancia futura- intrigué a la nutrida audiencia en la Sala de Columnas -luego dedicada a Ernest Lluch- anunciando que ya había resuelto el problema: leeré el libro…

Las diferencias de calendario vacacional favorecían atender a las invitaciones iberoamericanas para visitar centros universitarios; lo que explica que no faltaran tampoco entrevistas en Brasil o Chile. Lo mismo ocurrió con invitaciones provenientes de ese otro pulmón de Europa que solemos calificar “el Este”. De ahí que perorara en Kiev, Odesa, Wroclaw, Gandks o Sibiu y acabara -fuera de España- investido doctor honoris causa: en Alba Iulia (¡Rumanía!).

Aunque no sea el próximo, no descarto llegar a publicar otro libro; con meros recuerdos, porque mi peripecia -poco aparatosa- no da para unas memorias. Se llamaría “Saberse universitario” y dejaría claro que consiste en sentirse obligado a hacer algo por los demás.

En cualquier caso, mis publicaciones jurídicas nacían con frecuencia en la misma vida pública y esta me sugería nuevas posibilidades a abordar otras. Esto explica que, en vez de anticipar una introducción autobiográfica -de compleja memorización- haya preferido situar cada publicación en el libro recogida en el contexto temporal en que vio la luz. Me ha bastado para ello ir situando cada aportación en el momento vital adecuado.

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