Tauromaquia
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Al final, nuestro filósofo percibe que, detrás de ciertos animalismos, lo que hay es política

«En Francia la tauromaquia representa una forma de apertura, una ventana al mundo, mientras que en España es justamente lo contrario, un muro». Francis Wolf

Pasó la inolvidable experiencia de nueve años en el Tribunal Constitucional y experimento la necesidad de volver a lo que había sido para mí una constante en decenios anteriores: dialogar con el ciudadano. La fórmula de ‘citar desde los medios’ pareció dar resultado. De hecho, aquellas columnas de opinión, publicadas gracias a la generosa hospitalidad de este diario, han sido ahora recogidas en un libro. Solo pensé en ahorrarme en esta nueva etapa las metáforas taurinas, no por ocultar mi afición, sino porque en la variedad suele estar el gusto, y las faenas interminables acaban siempre en avisos.

Pero hete aquí que, en mi lejanía de la feria -dada mi condición de sevillano en el exilio- llegan a mis ojos, desde los medios, la provocativa afirmación de un filósofo francés, que acabo de publicar algo tan dispar como una «Filosofía de la música».

Lo más curioso del problema es que lo que denuncia se defienda en aras del animalismo; la curiosa filosofía empeñada en reconocer derechos a todo lo que se mueva. Quizá no vendría mal ponerse en el lugar del toro y considerarlo, por un momento, capaz de razonar; o sea, como si fuera él mismo animalista. Me temo que podría ocurrir al parecido al irrespetuoso chascarrillo que identificaba a Pilatos como un fulano -por no ahondar en biografías- que por poco si nos deja sin Semana Santa. Imagino que el toro razonador explicaría a un colega qué es un animalista: un fulano que pretende llevarnos al matadero con hambre atrasada y sin probar lo que es una vaca.

Evidentemente el animalista ignora los postulados de la ecología y se convierte -en lo que a la tauromaquia se refiere- en un enemigo declarado de la biodiversidad, al convertir al toro de lidia en especie a extinguir. Quién se iba a gastar lo que se come un cinqueño para llevarlo más llenito al matadero.

Puestos a razonar y rebosante de autoestima, el burel tendría muy a gala su bravura, puesta a prueba cuando las circunstancias le obligan a «afirmar su territorialidad», como nos enseñaba Rodríguez de la Fuente. No faltará sin duda algún etólogo vanguardista que sugiera que si el bueno del toro embiste es porque está muerto de miedo, al constatar la encerrona pese a la amplitud del coso. La hipótesis ignora los hechos. Cuando el toro vislumbra en la lejanía una mole caballar, soportando a un montado no caracterizado por su esbeltez, más bien puede darle la risa. Qué se habrá creído el tío aquel del castoreño -toros habrá muy leídos…- empeñado en que demuestre quién manda aquí. Cuando mete los riñones y el público ovaciona, ni se le pasará por la cornamenta que el aplaudido es el del gorro.

Pero, si nos dejamos de animalismos, que bastantes especímenes ya hay, lo interesante es lo que nos confiesa nuestro filósofo, al resaltar la obvia dimensión estética de la lidia, para cualquier sensibilidad no muy estragada: «A mí mismo me sorprende ver cómo disfruto, violenta y carnalmente, como si se tratara de un placer prohibido por la ley, con los arrullos de la soprano cuando sale triunfante de los más arriesgados sobreagudos, y con la perturbadora facilidad del torero que aparta el cuerno que le roza el cuerpo mediante un imperceptible movimiento de muñeca».

Comprendo que, falta de esa sensibilidad acrisolada por una cultura nada pasajera, la lidia de un toro no podría equipararse a una pelea de gallos donde se refocilan unos sedientos de sangre. Lo que humilla al toro es comprobar que no puede con el del caballo, ni logra quitar en medio al de los garapullos; tal como se comporta, parece dar por hecho que lo de la sangre -como en sus duelos a campo abierto- va en el sueldo.

Al final, nuestro filósofo percibe que, detrás de ciertos animalismos, lo que hay es política. Se nota que se trata de un hispanista, buen conocedor de nuestra situación actual, cuando resalta que «la prohibición de las corridas en Barcelona, que fue durante mucho tiempo más taurina que Madrid, no obedecía a motivos animalistas, sino políticos». El problema radicaría en que la corrida no es sino la versión semoviente del himno nacional. Eso explica que, mientras en Francia un candidato comunista puede defender los toros, en España al que le se ocurra -como esto siga así- se le puede acabar condenando a esa castiza versión del muro, que es el paredón. Un motivo más, pues, para hablar de toros…

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